Ahora que estamos empezando a entender que en la selva esta de las tecnologías también se cuelan la ética y la ley -sabemos, por ejemplo, que difundir un vídeo sexual no es sólo ruin, sino que es delito; o que el cyberbullying equivale llanamente a bullying y si la haces, la pagas-, noto que existe una práctica del todo mezquina a la que no le estamos prestando demasiada atención. Lo peor es que siento que no se habla de ella, o no se la criminaliza con dureza, por si algún día somos nosotros los que queremos usarla a nuestro favor. No. Trampa. Bajeza.

La historia arranca así: estamos un día tomando una caña con un amigo y, de repente, suelta: “Le he cogido el móvil a mi pareja y he visto que…”. Siempre se pone el énfasis en la segunda parte de la oración -en lo que ha descubierto el iluminado- para diluir la trastada primera, el sonido ese de la culpa, o, peor, el de la vergüenza.

Aquí la jodida CIA en nuestra mesa, el auténtico inspector Gadget compartiendo sus pesquisas, el Pentágono amasando papeles: toda esta paranoia -te explicará después tu colega- viene porque su chica le ha hecho dudar, porque últimamente estaba rara, porque no le mola un carajo ese nuevo amigo que se ha echado, porque ve que arrastra mucho tonteo por Instagram o sabe dios qué película nominada al Goya. O sea: le echa el muerto a la persona que ha visto vulnerada su intimidad. Ella no le inyectó suficiente aplomo, suficiente confianza: lo merecía. Él iba a volverse loco. Era sólo por quedarse tranquilo. No podía vivir con ese reconcome. Y si ya resulta que en ese asalto encuentra pruebas de una infidelidad, olvídate: ¡más que legitimada estaba su intrusión! De nuevo: no. Nunca.

Lo normal es que el celotípico le acabe confesando a su novia que ha intentado hurgar en esa parte de su cerebro que también se almacena en su móvil -es decir, en sus conversaciones espinosas con amigos íntimos, en sus levísimos flirteos, en sus recuerdos plasmados en fotografías, en sus mails de trabajo o hasta en su cuenta bancaria-, pero lo más flagrante, lo más obsceno, es que éste parece un golpe fácilmente perdonable.

No lo es, o no debería serlo: en primer lugar, porque está catalogado en el artículo 197 del Código Penal, descubrimiento y revelación de secretos: “El que, para descubrir los secretos o vulnerar la intimidad de otro, sin su consentimiento, se apodere de sus papeles, cartas, mensajes de correo electrónico o cualesquiera otros documentos o efectos personales, intercepte sus telecomunicaciones o utilice artificios técnicos de escucha, transmisión, grabación o reproducción del sonido o de la imagen, o de cualquier otra señal de comunicación, será castigado con las penas de prisión de uno a cuatro años y multa de doce a veinticuatro meses”. Es decir, en pocas palabras, que si le coges el móvil a tu pareja eres un burdo delincuente y a lo mejor deberías pasar una temporada a la sombra reflexionando sobre tu gen espía y sobre lo sucias que tienes las manos.

Cogerle el móvil a tu pareja no pertenece a ningún código íntimo de la relación, no es un privilegio que uno pueda ostentar por salir con alguien -o por estar casado con alguien-: cogerle el móvil a tu pareja sin su consentimiento es, sencillamente, violencia. Y, aunque a priori parezca un síntoma de debilidad, en realidad es una confesión de supremacía: quien lo hace siente que su compañera -o compañero- no puede ni debe tener espacios de su vida que no comparta con él. Se erige como dueño de todas sus ideas, sus movimientos, sus bromas privadas y sus secretos.

Cogerle el móvil a tu pareja -sigamos llamando a las cosas por su nombre- es una gravísima violación de la intimidad ajena, una formidable falta de respeto y una invasión indecente de lo que el otro es. De primero de maltrato psicológico: se basa en considerar al otro -o a la otra- de tu propiedad, sólo un ser endeble al que monitorizar, al que vigilar, al que tutelar como a un crío. Se basa en creer que tienes derechos sobre él. No es una travesura. No es un traspiés. No es una falta light. Es sólo un primer paso hacia el machaque del otro, hacia una reinvención de su personalidad, hacia una tiranía sentimental. 

Es más común que nunca. Todas las semanas alguien me cuenta una anécdota similar -siendo el verdugo o la víctima-, y me aterra: un mundo delirante de contraseñas, de chats borrados, de fotos en carpetas ocultas. Una vida cimentada en la sospecha no es vida. Y una vida en la que perdonamos continuamente estas salvajes invasiones nos humilla. Ya manda cojones que uno no pueda darse una ducha en paz o irse a dormir sin que la persona que presuntamente amas se aproveche de la cercanía que le das, se ponga tu mundo interior por montera y le dé por trastear tu móvil. En el momento en el que eso sucede, tenlo claro, habéis dejado de ser un equipo. Tú eres su enemigo. Y esta dinámica no es, por mucho que pueda parecer, una epidemia adolescente ni una violencia específicamente machista: esta tropelía se mueve en todas las direcciones y hay que pararla cuanto antes.

Lo único que tenemos en la vida, lo más sagrado, es el control sobre nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestros deseos. Pertenecen a un “yo” profundo, abstracto, complejo, cambiante y genuino que hemos de proteger por encima de todo. Esta problemática atenta, en sentido filosófico, contra mi valiosa individualidad. Tiene mucho que ver con quien yo soy. Con mi dignidad. Con mis límites. Amar de verdad no supone desvelarse por completo ni ser un acuario transparente y cristalizado para alguien: será más puro y más bello seguir siendo un océano peligrosísimo para que el otro te bucee, precavido, hasta donde le dejes, sin abandonar la admiración -y una deferencia dulce que es respeto-. Por lo demás: quita las manos de mi móvil. Delincuente.