Escribe Philippe Lançon que “habría que tomar nota de los detalles más pequeños de lo que se vive, de lo más mínimo de las cosas menores, como si uno fuera a morir al minuto siguiente”.

Nadie lo puede saber tan bien como él, que estuvo a punto de vivir su último segundo en este planeta cuando dos hermanos irrumpieron, al grito de “Alá es el más grande”, en la redacción de Charlie Hebdo hace casi exactamente cinco años.

Aquel 7 de enero, el medio centenar de disparos de los Kouachi asesinó a doce personas en la matanza que sufrieron los periodistas del semanario satírico francés, un atentado que dejó conmocionado durante mucho tiempo a buena parte del mundo occidental.

El escritor y periodista sobrevivió a dos balazos de Kaláshnikov en la cara, pero necesitó 18 operaciones y 9 meses de ingreso hospitalario para salir adelante. Las heridas más graves, esas que no se ven, quién sabe si se curarán. Lançon lo cuenta todo con exquisita objetividad periodística y una atrevida perspectiva, más relajada de lo que uno esperaría, en su maravilloso El colgajo (Anagrama, 2019).

La lección de aprovechar cada instante la oímos mucho, pero solemos optar por ignorarla y como consecuencia el aprendizaje al respecto suele llegar demasiado tarde; sin embargo tiene una vigencia absoluta y permanente: nunca sabes cuál va a ser tu último sándwich de atún ni la última obra de Shakespeare que verás representada sobre un escenario. La de Noche de Reyes, precisamente el 6 de enero, víspera de aquel atroz atentado, pudo muy bien haber sido la última para Lançon.

Pero los terroristas de Al-Qaeda no acabaron el trabajo, y tras el infierno que vivió el colaborador habitual de Libération, que vio cómo aquella sangrienta locura le destrozaba la cara y dinamitaba su vida, su reflexión de más de 400 páginas se comporta no solo como un ejercicio de alta literatura, sino también como un mensaje existencial para quienes tienden a ignorar esas dos obviedades sorprendentemente poco observadas: la vida es corta; fíjate en sus detalles.

En un segundo todo puede saltar por los aires. Un despiste al volante, una comunicación médica, un asesino cegado por creencias violentas e intolerantes empuñando una máquina de matar.

Todo esto puede ocurrir. Incluso lo más insospechado, como que estés en Bagdad cuando los aliados se encuentran a punto de comenzar la guerra en Irak y no te suceda nada, más allá del arrepentimiento posterior por haber huido de allí demasiado pronto; como que estés preparando una entrevista a Houellebecq una mañana cualquiera en París y te lluevan balas de 9 milímetros.

Por tanto, sí, vive como si fueras a morir el minuto siguiente. Con todo el entusiasmo que puedas reunir en los días malos. Con la felicidad inherente a los días buenos. Y fíjate en las circunstancias menores: muchas veces son más importantes que lo que parece abrumadoramente crucial.

Esquiva el miedo y la pereza, que parecen los motores de existencias apenas inspiradoras. En esa senda no es difícil que un día te despiertes, atenazado por ambos, y te des cuenta de que -para tu asombro- ya pasó todo, y que no hay gran cosa que puedas hacer para recuperar el tiempo desperdiciado.

En la contraria, la pasión y el arte podrían emerger, tal vez, como ejes de unas vidas exprimidas, con sentido. Alejados los temores inexistentes pero reales y también la tentación de holgazanear surge, majestuosa, la opción de acudir, una noche cualquiera, a presenciar una obra de Shakespeare en el teatro local. Yo no la dejaría pasar.