Todo empezó con una violación múltiple en Nochebuena. La víctima, una niña de trece años. Los agresores, también menores salvo uno. Horror, consternación y una extraña cautela policial.

Pronto supimos por qué: los niños estaban tutelados por el Consell de Mallorca, la niña también y aún una segunda niña, también tutelada, que propició, cual pequeña alcahueta, la comisión del delito.

Pero aún faltaba por conocer lo peor. Lo que ese episodio escondía era una red de prostitución infantil, con los niños y niñas de los centros de menores como víctimas. Hoy hablan de dieciséis criaturas prostituidas, quince niñas y un niño, pero en noviembre de 2017, tal como destapó El Mundo en su edición balear, eran ochenta y ocho. Nadie hizo nada.

Niños tutelados, niños separados de sus familias para protegerles de ellas, niños conflictivos, niños víctimas de abusos, vidas rotas puestas en manos de la Administración para ser protegidas y recompuestas. Falso.

Como pollos sin cabeza los responsables políticos de la cosa, los que estaban entonces, los mismos que están ahora, de izquierda todos, balbucean excusas y reparten culpas, pero sobre todo, se lavan las manos: que si los protocolos funcionaron, que si hay que crear una comisión para no sé qué, que ya se despidió a seis trabajadores de los centros. Excusas.

Todos lo sabían, lo publicó la prensa. Miraron para otro lado, con esa certeza del que imparte lecciones de moral y solidaridad pero que carece de algo menos políticamente correcto pero mucho más efectivo: la compasión. Esa por la que se niega a dar por perdido a nadie ni a nadie se le presume falta de dignidad. O quizás también esa conciencia social de la que se presume, que se lleva como una marca o un pin, pero por desidia o falta de convicción, no se ejerce.

Por desgracia, ha tenido que ocurrir esa pesadilla con nombre de “manada” para que se conociesen otras no menores, y para que se supiese de ese mundo sórdido y terrible en el que acaban muchos de los niños a los que la Administración dice proteger.

No era la primera vez que esa niña –repito, de trece años– tenía relaciones con hombres, pero hasta para ella, para quien las Nochebuenas hace tiempo que dejaron de ser mágicas, esa tuvo más de cuento de terror que de Navidad.

Hay en Palma un barrio que fue humilde y ahora además es mestizo. Un barrio que cuenta con un sórdido submundo en el que se compra y se vende cualquier cosa, desde material robado, a drogas y sexo, también de menores. En ese barrio hay un bar. Se llama Ático. Allí acudió la víctima y acabó con un coma etílico, obligada a beber hasta caer inconsciente, golpeada y violada.

El bar al que fue la niña es conocido por los que se escapan de los centros y es el lugar al que acuden depredadores adultos a comprar sexo infantil a cambio de dinero o regalos. Los mismos niños tutelados, son en ocasiones, los proxenetas.

Hace cerca de una década que ocurre. Ni debía ni debe ser fácil atajarlo. Pero hablamos de la Administración y lo que ha ocurrido no es una plaga bíblica ni un desastre natural del que no se puede responder.

Diez años –como mínimo– dejando a los corderos en manos de lobos mientras se miraba para otra parte. Diez años.

Muchos de esos niños ya son adultos. Han salido de los centros. Tan rotos como entraron. Probablemente peor ¿de qué les ha servido?

Hay gente a la que la vida le da las peores cartas casi desde que nacen. Niños que no saben nada de la inocencia de la infancia y aprenden pronto a desconfiar de los adultos, sobre todo de los más cercanos.

Protegerles, intentar recomponer su autoestima, hacer normales sus relaciones con la gente y darles las oportunidades que su hogar les ha negado, eso es lo que merecen.

Quien debía hacerlo, no lo ha hecho. Alguien debe responder por ello.