"El aura “nacional” que tienen las instituciones autonómicas en España (con sus parlamentos, gobiernos, consejeros, policías, oficinas en el extranjero, con una lengua y emblemática diferencial), genera una impresión, que para muchos es una realidad, de que dichas comunidades autónomas son ya de hecho una suerte de “todos nacionales aparte”, y no “partes regionales de un todo” nacional (por utilizar la fórmula orteguiana)".

“Naciones” estas que, si acaso, se terminan “solidarizando” entre sí, pero por razones coyunturales, de conveniencia más o menos circunstancial (Europa, la democracia, el Estado de bienestar, etc), pudiendo, si los aires de la conveniencia soplasen en otro sentido, y así pluguiera a los pueblos (Völker) correspondientes, eclosionar en forma de naciones independientes asistidas por su “derecho de autodeterminación” (y esto es, claro, lo que han terminado declarando en el parlamento de Cataluña, espoleados, en este caso, por el “España ens roba”).

Digamos que ha sido el propio Estado autonómico setentayochista el que ha abonado la idea de la autosuficiencia dirigida a cada parte regional (ya el propio nombre “autonomía” lo sugiere), invitando, a través del desarrollo de dicho entramado institucional autonómico, a la posibilidad de que, en cualquier momento, pueda producirse el fiat de la “desconexión” (y es que la noción de soberanía no es sino la versión moderna –Bodino, Hobbes– de la autosuficiencia de la polis antigua –Aristóteles–). Cuando el Estado quiere reaccionar, y, a través de la propia Constitución, busca parar este “proceso” abierto en Cataluña, por ejemplo, con el art. 155, se encuentra ya con una masa institucional espesísima, y no solo autonómica, sino también local, cuya fuerza inercial es favorable al propio proceso de fragmentación separatista (además de contar este también, por supuesto, con las fuerzas vectoriales –los partidos separatistas– que lo impulsan).

De este modo la idea fragmentaria de nación, implícita en la idea (constitucional) de autonomía y defendida por las facciones separatistas (ya en abierta sedición anticonstitucional), presupone la “apropiación” (aunque sea virtual) de un fragmento de la nación española y su patrimonialización regional, convertida, además, por la vía de una petición de principio, en un “derecho”. Así, la afirmación de que “vascos”, “catalanes”, “gallegos” son titulares de la soberanía de los territorios correspondientes (Cataluña, País Vasco, Galicia), solo puede hacerse previa exclusión (en realidad expolio), por petición de principio, decimos, del resto de españoles respecto de tales territorios (omnis autodeterminatio est negatio, que decía Spinoza).

Se pide el principio de la soberanía nacional recayendo su titularidad sobre los vecinos de –o los nacidos en (no está claro)–, Cataluña, País Vasco, Galicia..., excluyendo al resto de españoles de los derechos de propiedad soberana que tienen sobre tales territorios como si Cataluña fuera de los catalanes, el País Vasco de los vascos, Galicia de los gallegos y no de los españoles –incluyendo naturalmente catalanes, vascos y gallegos–. Una exclusión que, además, es doble, porque también significa la exclusión de vascos, catalanes, gallegos, etc, de su participación de la soberanía española, en cuanto que son igualmente propietarios de España, y por tanto de todas sus partes, incluyendo el resto de España (las partes suyas que no son Cataluña, País Vasco y Galicia, respectivamente).

Una apropiación territorial pues que pasa, en definitiva, por la fractura de una nación previamente constituida, como es la española, en función de títulos de justificación, bien pre-prepolíticos (la etnia, la raza, etc), o bien oblicuos a la política (la lengua, el sentimiento, etc), pero que, en cualquier caso, se presentan como anti-nacionales en cuanto que atentan, al no reconocerla, contra la idea de la soberanía nacional española y su unidad. Y es que será justamente en aquellos sectores más reacios a la nacionalización, y anclados en la defensa de los privilegios del Trono y el Altar del antiguo régimen (poder eclesiástico, carlismo, foralismo…), en los que se comenzará a cultivar la idea de nación fragmentaria de la mano, en el siglo XIX, de aquellas facciones políticas más reaccionarias. Una idea desde la que, frente al estado liberal contemporáneo, se reclama, en virtud de unas supuestas “diferencias” culturales o lingüísticas, el reconocimiento del privilegio de disponer de capacidad legislativa, judicial, fiscal, etc, en favor de los intereses de una parte (regional) de la nación realmente constituida –la española– frente a otras partes de esa misma nación, quebrando así el principio (isonómico) de la soberanía nacional del que emanan los poderes de ese estado.

Esta quiebra es la que, ya sin tapujos, pide el separatismo catalanista -de Puigdemont, de Torra, de Junqueras–, y que, siquiera vagamente, socialistas del PSOE y populistas de UP están concediendo al hablar de “nación de naciones” o de “plurinacionalidad”, y sobre todo al aceptar, en estas condiciones, una “negociación”, un “diálogo” con ellos.

Pero es una quiebra que implícitamente ya estaba contemplada en el estado autonómico de la constitución del 78. Las larvas pneumónidas del separatismo ya estaban puestas, con forma de autonomismo, durante la transición (y aún antes). Lo que están haciendo ahora es eclosionar.

Cierto es que, ante esta deriva abiertamente separatista, agravada con la inminente formación de un “gobierno de progreso” dispuesto a negociar, la Constitución del 78 pareciera el único clavo de salvación al que agarrarse (y así lo consideran los que se hacen llamar a sí mismos “constitucionalistas”).

Pues bien, es un clavo ardiendo.