De un tiempo a esta parte, también en la campaña que acaba de concluir, diríase que la tendencia que más se lleva y que más sensación causa es el nihilismo político. Consiste esta tendencia en promover la aniquilación de algo preexistente, sin tener muy claro cómo y con qué se puede llenar el vacío que produzca esa destrucción. Lo que suscita la emoción a la que apelan sus impulsores es el hecho de derribar lo levantado por otros, y como todo se fía a ese impulso, no es necesario tener un proyecto demasiado estructurado para una fase posterior que da mucha más pereza imaginar y proponerle al auditorio.

Esta estrategia es la ensayada, con notorio éxito de público, por los que han acabado pilotando el proceso independentista en Cataluña; una aventura que por ahora no ha construido ni se vislumbra que vaya a construir nada, pero que de momento se ha probado capaz de desbaratar la convivencia y una parte de la riqueza de la sociedad catalana, y que promete seguir rompiendo cosas en su empeño por desembocar en un destrozo aún mayor: el derrumbe del edificio común de todos los españoles.

Un programa similar es el que ha acabado configurando la acción política de la nueva marca de la derecha extrema. No hay mejor manera de describir su programa que enumerar todo lo que se proponen derogar, eliminar o abolir. Desde las leyes que con laboriosos consensos se han venido dictando en las últimas décadas hasta la mismísima ley de leyes en la que todas ellas encuentran su fundamento, y que supone un estorbo para hacer la razia que consideran inaplazable. Eliminar las autonomías, restringir todos los derechos que les molestan o discriminar a quienes les desagradan por razón de orientación sexual, religión u origen requiere ignorar un buen pedazo de la Constitución hoy vigente, por no hablar de cómo puede hacerse compatible con sus valores la reivindicación contumaz y la nostalgia cada vez menos encubierta de nuestro reciente pasado autoritario.

Como los independentistas, estos liquidadores apenas nos dejan imaginar lo que tienen pensado, si es que piensan algo, para gestionar una sociedad que, como la república soñada por el secesionismo, tendría como presupuesto esencial la negación de una buena parte de quienes la forman y el desprecio de sus aspiraciones, a las que no se ofrecería otra perspectiva que la frustración. Nadie parece pedírselo tampoco, o al menos nadie lo hace de modo que juzguen necesario plantear alguna hipótesis mínimamente creíble al respecto. Basta con anunciar lo que se va a echar abajo y abandonarse a la euforia que eso desata.

Entre la nada y la nada, debería sin embargo haber algo, y a sostenerlo frente al nihilismo destructivo que se retroalimenta de orilla a orilla deberían aplicarse aquellos que no quieran que se lo lleve todo por delante. Con las aritméticas que resulten y sin que importe mucho, si es para salvar lo salvable y reformar lo que sea menester, quién tiene que dar a quién la mano.