Hoy no quiero hablar de política: no de la convencional, no de esa imagen tediosa, casposa y testosterónica de los cinco candidatos que nos cuentan su milonga en televisión. Me fríe la oreja, me enfada la foto de nuestros líderes machos. Qué sordos, todavía. Qué campanuditos, los chavales. Hoy me interesa un diminuto artefacto político que viene revolucionando las conversaciones de mujeres de los últimos meses y al que le tenemos más comprobada la utilidad que a cualquier medida de partido: el Satisfyer, conocido como el “estimulador de clítoris” -“succionador” me es aterrador, suena como a aspiradora loca y puede dar pistas equivocadas a tantos hombres que aún no han entendido qué hacer con ese órgano mágico, lleno de terminaciones nerviosas que son posibilidades de viaje-.

Está agotado en todas las tiendas. Se habla de él en todos los bares: es el candidato definitivo a la presidencia, el más viral, el más cercano. Las amigas se lo regalan entre ellas por sus cumpleaños. Quien bien te quiere, te recomendará un Satisfyer en la mesilla, como un amor pequeño forma de pingüino que no molesta, que no reprocha, que no ronca, que no piensa únicamente en sí mismo, que no piensa en nada, en realidad, porque no piensa.

Las empresas se frotan las manos: cada poco sale uno mejor, más exacto, presuntamente más placentero, que en el fondo sólo quiere decir “más rápido” -prometen orgasmos en dos minutos- y, por tanto, más caro. Pagamos por velocidad, pagamos porque sea el último modelo el que nos conquiste en la intimidad, pagamos por acabar cuanto antes, con ansia, con acumulación, con avidez; pagamos para poder seguir trabajando, produciendo, formando parte de la maquinaria de un mundo utilitario y veloz. Vaya bomboncito capitalista. Es bueno, es fenomenal, es perfecto porque cuesta mucho ser crítico con un artilugio que nos proporciona tanto gozo. Está claro: ahí nace su perversión. Al final, el Satisfyer termina por parecerse al Iphone. La obsolescencia está servida: al propio placer parece que una siempre llega tarde. Parece que nos dibujan continuamente una mejor versión que a menudo está un poco más allá. Paga. Paga y lo comprobarás.

No me malinterpreten, mi crítica no es destructiva: mientras escribo esto, mi Satisfyer -uno de los que ya se puede considerar “pasado de moda”- está cargando. Me gusta. Me gusta mucho, y me divierte sobremanera que los hombres anden muy nerviosos, muy angustiados, con cierto gesto de sospecha, planteándose por fin su propia insuficiencia sexual. O su torpeza. O su vieja pereza. O su falocentrismo. El Satisfyer va derribando imperios machos y replantea el sexo heteronormativo -afortunadamente, las mujeres lesbianas no han padecido históricamente el síndrome de invisibilización del clítoris: sus compañeras saben bien de qué va esto-.

El Satisfyer es un milagro de la ciencia en cuanto que fomenta nuestro autoconocimiento, nuestra autopercepción, nuestra independencia a la hora de experimentar placer. Es una buena noticia para el feminismo. Es una noticia genial para las mujeres que vivimos solas por vocación, para las que llenamos nuestro cuarto propio, que decía la Woolfe, con escrituras y deseos y silencios y con todo lo que nos venga en gana.

Lo que me preocupa de este artefacto es que parece emular las características del deseo del hombre: esa velocidad eyaculatoria, ese placer espídico -ciego a los preliminares, al contexto, a la seducción-, ese arte masculino de tocarse de forma mecánica -como hace el consumidor de porno-, ese deje tan suyo de masturbarse sin relato. Las feministas lo hemos debatido mil veces: la revolución por la igualdad no consistía, nunca consistió, en imitar al hombre. Nuestra liberación no pasa por masculinizarnos. ¿De verdad acumular orgasmos como churros nos hace más felices, o sólo nos hace sentirnos más plenas bajo los criterios del hombre?

Claro que no se trata de renunciar tajantemente a las ventajas del Satisfyer, pero sí de analizar los efectos que tiene sobre nuestra vida y nuestras relaciones sexoafectivas. Llámenme tecnófoba, pero, llevada al extremo, la robotización del sexo no sólo hará que olvidemos el poder de nuestras propias manos, de nuestros propios dedos, de nuestra propia carne; sino que nos insertará en un individualismo pérfido que nos hará olvidar también al otro y todo lo que nos trae de bueno.

Ahora se da la coña de decir que el Satisfyer es el fin del novio, del amante, del marido. Bien. Mi emancipación personal pasa por decir: yo no necesito al hombre, pero lo quiero. Lo elijo. Lo respeto. Me gusta mirarlo y acariciarle el pelo. Me gusta dormir a su lado, oír cómo respira, sentir que está vivo, que es tierno, que es bueno, que es animal también; que me escucha, que me mira, que me toca, que se coloca sobre mí y me deja caer su peso; me gusta follar con él con todas las complejidades, las imperfecciones y las emociones de dos seres humanos conociéndose con la cabeza y con el cuerpo. No me siento menos feminista por reconocer eso. El Satisfyer y su placer fantasmal, que viene casi de ninguna parte; el Satisfyer, sin materia sobre mí, sin olor, sin ojos, sin besos, me desconecta de las tardes felices que pasé mirando a un ser que me fascinaba, aunque no tuviese ninguna intención de convertir esa relación en algo serio.

Puede parecer un convencionalismo, porque nos han vendido que lo que mola es la deshumanización, el usar y tirar, el sexo como deporte. Nos han vendido que el desprecio al otro nos hace fuertes y autónomos, pero es mentira: sólo nos hace crueles, egoístas y economicistas. Nos aísla y nos vuelve viles. Dice la filósofa Marina Garcés que buscábamos el amor libre y nos hemos encontrado con el amor liberalizado. Tiene razón. También dice que el amor es anticapitalista, porque no entra en el plano de lo calculable ni de lo rentable. “En el capitalismo íntimo y emocional que ya nos corre por las venas (…) todo tiene que ser intercambiable, reciclable, reversible. Pero si hay algo que no es sustituible es un amor. Ni el más efímero (…) Cada amor es un valor absoluto y eso el capitalismo no lo puede gestionar”, escribió en un sensacional artículo en El Periódico.

Muchos estamos de acuerdo en que las viejas instituciones emocionales -y sexuales- tienen grietas. Nuestra manera de amar no era perfecta: hubo posesiones enfermizas, celos locos, dependencias, tradiciones nocivas; hubo represión y machismo y hubo sordera ante lo que una mujer desea y espera. Bien: fuera. Pero quizá no haga falta derribarlo todo. Quizá aún podemos desechar lo que nos fue fallido, lo que nos dolió, lo que nos frustró, lo que nos minimizó, e inaugurar una forma de mirar al otro que no nos vuelva ni serviles y dolientes ni robots individualistas y sádicos. Quizá no haya que tener el Satisfyer activo 24/7. Esto también es política: salvemos lo bello que queda.