Están en sus casas, han intentado seguir con sus vidas, mantener sus empleos, hacerse invisibles, incluso ante sus vecinos, no provocar. Ahora ven cómo arden sus calles, cómo les impiden llegar a un tren, a un aeropuerto, a un hospital, a su trabajo. Cómo destruyen sus comercios, todo aquello que han pagado con sus impuestos, todo aquello que deberán seguir pagando.

Sienten como les amedrentan, cómo hordas de desocupados ahítos de odio y frustración, en nombre de su libertad les arrebatan la suya, sin preguntarles, como si fuesen ciudadanos de segunda, como si no fuesen también catalanes, como si no existiesen. Y callan, y se sienten abandonados, y se sienten solos.

Salieron a la calle hace dos años, sin importar a qué partido votasen, con las banderas de España, con las de Cataluña, con las de Europa. No se manifestaban contra nadie, sino a favor de todos, de la convivencia, de la normalidad, de la libertad de poder pisar –que no ocupar– las calles con las banderas que les representaban, sin justificarse en un campeonato mundial de fútbol para salir del armario.

Veías en su rostro la alegría. Se hablaba en catalán, en castellano. Por la megafonía sonaban rumbas, Manolo Escobar se hacía presente –que viva España–, bailaban por las Ramblas, por la Diagonal. Tan felices como incrédulos por poder lanzarse a unas calles que otros decían que siempre serían suyas.

Había hablado el Rey en su nombre –así lo sentían ellos–, se les había dado voz, después de años de locura se atisbaba la luz al final del túnel. No buscaban venganza sólo vivir tranquilos y eso es lo que celebraban en esos días de octubre después de la pesadilla. Esos en que pareció que la ley se imponía, que la normalidad era posible y que la locura independentista volvía allí de donde nunca debió salir: de los cauces que establece la Constitución.

Pero sólo fue una tregua, una breve y frágil tregua. Y de nuevo quienes entienden la Democracia como el ejercicio de su santa voluntad, dijeron que las calles eran suyas, y las instituciones, y las llenaron de amarillo, sin que cualquier otro color, sin que cualquier otra bandera, sin que cualquier otra opinión fuese otra cosa que una provocación, una anomalía, un dislate.

Porque las televisiones seguían siendo suyas, suyas las radios, suyas las aulas, los ayuntamientos, las diputaciones, la Generalitat. Secuestraron el Parlament, hicieron suyo el presupuesto –el de todos– y dejaron aquello por lo que tiene sentido la política –el bienestar de los ciudadanos– en suspenso.

En estos dos años algunos perdieron el miedo, no quisieron volver a esconder sus banderas –y sus opiniones– en los armarios. Un Estado ausente y un gobierno autonómico que considera a más de la mitad de los catalanes como enemigos, les obligaron a convertirse en héroes si no querían callar. Y fueron tratados como apestados –ñordos, botiflers, colonos, fascistas– como paganos de una fiesta que no es la suya.

Y de nuevo se les deja solos. El gobierno de Cataluña –su gobierno– se vuelve contra sus ciudadanos, contra ellos. El presidente de la Generalitat –su presidente– llama a la violencia y se une a quienes la practican, en nombre de una legitimidad que sólo le dan las leyes. Y les ignora.

Y en estos días, quienes hablan de resistencia pacífica se levantan con violencia contra el Estado de Derecho, contra lo único que da certidumbre frente a la arbitrariedad, contra lo único que impide que se instaure la dictadura, la suya. Porque después de tres décadas de régimen corrupto y de imposición del relato, esto nunca ha ido de “poner urnas” ni de preguntar a los ciudadanos. Esto siempre ha ido de obligar, de coaccionar, de hacer callar. Porque en “su” Cataluña, la disidencia se paga.

Los que se llaman a sí mismos “desobediencia pacífica” mientras prenden fuego a las calles y ocupan aeropuertos y carreteras, invocan el espíritu de Rosa Parks, el símbolo de la resistencia civil y pacífica contra la segregación racial. Pero olvidan, o ignoran, cuál fue la respuesta del presidente Kennedy al gobernador de Misisipi, cuando éste se negó a cumplir las leyes federales contrarias a esa segregación.

“Los estadounidenses son libres para estar en desacuerdo con la ley, pero no para desobedecerla. Porque en un gobierno de leyes, no de hombres, ningún hombre, por muy prominente o poderoso que sea y ninguna turba, por más rebelde o turbulenta que sea tiene derecho a desafiar a un tribunal de justicia. Si este país llegase al punto en que un hombre o un grupo de hombres, por la fuerza o la amenaza de la fuerza pudieran desafiar los mandamientos de nuestros tribunales y nuestra Constitución entonces ninguna ley estaría libre de duda y ningún juez estaría seguro de su mandato y ningún ciudadano estaría a salvo de sus vecinos”.

Se dirigió a todos los ciudadanos de su país. Todo lo que dijo estaba dentro de la lógica de la Democracia, pero lo importante es que en ese momento, los estadounidenses negros –y no sólo ellos–, seguramente se sintieron menos solos.