Ya no volverán atrás, dicen los CDR: el camino que han emprendido carece de ruta de regreso. En eso, más que en ninguna otra cosa, no les falta razón a los Comités de Defensa de la República: nada volverá a ser igual, porque los arañazos que está sufriendo la realidad en Cataluña ni son invisibles ni resultan gratuitos.

Como una pareja que se odia como nunca sospechó que lo haría después de quererse tanto, o de -al menos- mantener el cariño en unos niveles más que aceptables, la minoría catalana que ha tomado la calle está catapultando la relación hacia un lugar desde el que resultará tremendamente compleja la recuperación e imposible la curación total. Los CDR están, efectivamente, dinamitando el camino de vuelta, haciéndolo desaparecer tras el humo y los disturbios.

Lo complica aún más el presidente de la Generalitat, a quien le ha costado mucho más de lo que hubiera sido pertinente condenar la violencia y muy poco alentarla secretamente -o no tanto- participando en manifestaciones, como la de la ANC, de las que debería abstenerse un máximo dirigente autonómico que representa a toda la población, no solo a los que le han votado. Hasta la alcaldesa Ada Colau parece estar de acuerdo, atreviéndose a salir de la equidistancia constante que la define, señalando que Torra parece más “un activista que un presidente”.

Oriol Junqueras, esté equivocado o no con su estrategia, no se le parece en muchas cosas, y en esta tampoco. Al líder de Esquerra inhabilitado pero aún así todavía líder, se le puede acusar de muchas cosas, pero no de demasiada incongruencia: lleva dos años en la cárcel por intentar ejecutar unas ideas imposibles  e ilegales, pero suyas (y compartidas, guste o no, por cientos de miles de catalanes); al revés que Torra, el ex vicepresidente sí ha condenado la violencia.

Medio centenar de detenidos y un número incluso superior de heridos, numerosas huelgas y alborotos públicos a todas horas, junto a otros 300 efectivos de la Policía Nacional adicionales enviados a Cataluña, reflejan un paisaje social y político que no es, precisamente, uno que permita presumir de país ante el mundo. Los cortes en las autovías, en el servicio del AVE o la guerra campal de El Prat del martes dibujan un panorama poco esperanzador.

Nadie tiene una solución no ya mágica, sino indolora y ágil, a esta encrucijada en la que se encuentra el procés, estancado y oliendo tanto a largas penas de cárcel como a frustración permanente. Pero habrá que encontrar una que resulte suficientemente aceptable para los ciudadanos del territorio catalán, que son quienes más sufren este enorme embrollo, y para los del resto del Estado, los otros naturales afectados. O sea, para todos.

Pablo Casado tiene una, por eso quiere aplicar ya el 155. Rivera también, pero más que la paz en Cataluña busca un milagro que detenga la hemorragia de votos que está sufriendo Ciudadanos. Pablo Iglesias sabe que este asunto divide como pocos lo hacen a su electorado y prefiere un perfil bajo al respecto. Vox no deja de crecer; este sí es un asunto central para ellos, y por supuesto lo aprovechan al máximo. Entre sus propios aciertos ante su electorado y los fracasos de los demás, la ultraderecha ya ha conseguido posicionarse como el tercer partido nacional en escaños según algunas estimaciones, por encima de Unidas Podemos y de Ciudadanos. Además, la calle catalana, tan brutal estos días, sin duda generará votos adicionales, insospechados no hace tanto, para el partido de Abascal.

Mientras, Pedro Sánchez, en su laberinto, persigue la supervivencia política con una sutil indefinición que le permita mantener cierta coherencia y la suficiente cercanía con los partidos que potencialmente necesitará para gobernar después del 10-N. Algunos de ellos independentistas, claro.

No, no habrá marcha atrás por parte de los CDR. Tampoco de los políticos encarcelados cuya polémica sentencia en el Tribunal Supremo se ha conocido esta semana. Así, el conflicto catalán, a pocas fechas de unas elecciones generales de capital importancia, parece más lejos de lo que nunca lo ha estado de concluir de forma satisfactoria. Y sin vuelta atrás.