Cuando tenía trece años, en aquellos primeros paseos a solas con mis amigas en los que recorríamos mi pueblo los domingos por la tarde, nos tropezamos con una especie de fiestecita organizada por unos chavales a los que conocíamos. Entramos en aquel local a pie de calle y, sin saber muy bien cómo ni por qué, me encontré con una panda de niños encima mío, que me toqueteaban por todas partes sin dejarme respirar.

No recuerdo que nadie intentara evitarlo, ni cuánto tiempo duró el infierno, probablemente minutos que a mí se me hicieron eternos. Me levanté cuando pude y me fui con mis amigas, de vuelta a las calles de mi pueblo. No sé si comentamos algo, pero sí que lloré mucho los días siguientes. No les conté nada a mis padres.

A los chavales, por supuesto, les veía día sí, día también en la calle que separaba su colegio del mío. La vida siguió como si nada hubiera pasado. Jamás se me ocurrió reprocharles nada, decirles que eran unos cabrones, que no tenían derecho sobre mí ni sobre ninguna otra, que lo que me habían hecho era denunciable. Porque no sabía que era denunciable. Que alguien te tocara el culo sin tu permiso, o te agarrara del brazo en la discoteca para soltarte cualquier ordinariez era algo molesto, pero irremediable. O eso creíamos.



Esas eran las reglas y valores que yo conocía y que, supongo, son de las que habla Plácido Domingo en el comunicado con el que responde a las acusaciones de acoso sexual.

Como en casi todo, los micros son, incluso, más peligrosos que los macros. Por invisibles, por sutiles, por dudosos. Porque generan unos falsos derechos adquiridos ante los que nadie se queja, por miedo, por vergüenza, porque el salirnos del rebaño todavía cuesta, por más que el pastor nos apalee.



Gracias a Dios, o a una panda de ovejas más valientes que el resto y con una visión más amplia de la realidad, las cosas van cambiando. Nos hemos dado cuenta de que nuestros culos son nuestros y que nadie puede echarles la mano encima sin nuestro permiso. Esta obviedad parece incluso ridícula, pero no lo es.

La defensa a modo de "yo no sabía que eso estaba mal" no nos sirve. Aquí también sería aplicable aquello de que el desconocimiento de una norma no exime de su cumplimiento, y aquí la norma es el respeto. Los valores y reglas son el respeto. A uno mismo y a todo lo que le rodea. El respeto existe desde el principio de los tiempos, otra cosa es que uno quiera actuar correctamente o no. Esos valores y reglas no son una moda inventada por una panda de ofendidas, sino algo que deberíamos llevar pegado a la piel y al alma desde que tenemos conocimiento. La educación, de nuevo, es la clave para evitar el desastre.

Educación para eliminar el complejo de inferioridad y también el de superioridad, para inocular el concepto de individualidad en armonía con el de pluralidad. Esto soy yo, esto es mío, eso es vuestro, podemos compartirlo, pero desde la verdad y, de nuevo, el respeto. Educación para tolerar la frustración, para hacernos responsables de nuestros comportamientos sin culpar al mundo de errores que son solo nuestros. Educación para no usar al de enfrente en nuestro beneficio, para ver y escuchar al prójimo, que no es un instrumento al servicio de nuestro placer y nuestro egoísmo, sino un igual. Para evaluarnos y evaluar, para discernir lo bueno de lo malo, lo que debe ser de lo que no, por más que nos joda. Educación para no repetir errores del pasado, para pedir perdón y para que nos lo pidan.