No me gusta el miedo. Se supone que cumple un papel fundamental para el ser humano: nos protege, nos aleja del peligro, asegura nuestra supervivencia. Entiendo que el miedo impide que saltemos de balcón en balcón, que nos lancemos a la vía del tren o que nos acerquemos a la orilla del mar cuando hay temporal. O no. Porque el miedo no nos protege de nosotros mismos, de nuestra estupidez o de nuestras disfuncionalidades. Es más: en ocasiones las potencia.

Miedo al cambio, al abandono, a la soledad, al compromiso, a la pérdida de un control de mentirijillas, a los aviones, al agua, a lo que opinarán de nosotros personas a las que no hemos visto jamás. Miedo a asumir la responsabilidad sobre nuestra vida, a tomar las decisiones necesarias para convertirnos en dueños y señores de esto que somos. Echar balones fuera es mucho más fácil. Y mucho más castrante, claro. 

El miedo nos jode mucho más de lo que nos cuida. Le tenemos incluso miedo al miedo. A salirnos de las líneas que otros trazaron para nosotros mucho antes de que naciéramos. Heredamos el miedo de nuestros padres, de nuestros abuelos y de los que hubo antes que ellos. Generación tras generación repetimos las mismas fobias majaras que nos espachurran, aceptamos como propias y verdaderas creencias que se les ocurrieron a nuestros ancestros allá por la Reconquista. El miedo se enseña y es fácil de aprender.

Y es que mentira y miedo van de la mano. Mentiras que nos cuentan aquellos a los que les interesa que vivamos asustados para que ellos permanezcan en sus pedestales, ya sean cónyuges, padres, profesores o gobernantes. Nadie te querrá como yo, no eres capaz, te vas a hacer daño, yo sé lo que es mejor para ti, los extranjeros son peligrosos, depravados los homosexuales. Mentiras que nos contamos a nosotros mismos: así son las cosas, así soy yo, más vale lo malo conocido, nadie es feliz del todo, no puedo salir de aquí.

Miedo a perder el poder, así que pacto con el diablo, llámese izquierda o derecha o indepes. No me caen demasiado bien, pero oye, servirán a mi propósito, limarán mi pánico a ser del montón, que nadie se pispe de mi mediocridad. Miedo a lo desconocido: mejor aplasto a los que viven de otra manera, a los que aman lo que no comprendo. Aniquilemos lo diferente, que me produce la misma desazón que la libertad, la alegría y bañarme en pelotas en el mar, o bailar descalzo, o cantar desafinadamente en el karaoke. 

El miedo te agarra del pescuezo y te inmoviliza, te ahoga. Miedo a salir del armario, a que tus hijos suspendan porque les espera un futuro aterrador, seguro que sí. Miedo a que no te asciendan en la oficina y a que lo hagan. Miedo a desear lo que no tienes y a intentar tenerlo. Miedo al esfuerzo, miedo al fracaso.

El miedo no tiene cura, pero sí solución. Como en todo, la voluntad, la intención y el querer hacen la diferencia, hacen a los valientes. De nada sirve esconderse de él, nos encontrará tarde o temprano. Busquémoslo ahí dentro y no fuera, desenredemos lo propio de lo ajeno, démosle el sitio que se merece, hagámonos amigos de él para encerrarlo, para que no se mueva y nos invada. Lancémonos a pesar del vértigo. Vivamos asustados, pero vivamos.