Mal que le pese a la izquierda reaccionaria, los liberales no vamos a pedir perdón por existir. Participamos y participaremos de la vida pública; estamos y estaremos en las instituciones, en los debates y en las manifestaciones defendiendo nuestro ideario, basado en el escrupuloso respeto a los derechos y libertades individuales, empezando por el derecho a discrepar. Y nuestra principal discrepancia con el esquema cultural vigente estriba en no reconocerle a la izquierda ninguna superioridad moral.

Izquierda es una una palabra ya casi desprovista de significado, y cualquier intento de proporcionárselo debería ir acompañado de una revisión de sus orígenes y evolución. El viaje empezaría, casi inmediatamente, por el terror de Robespierre y terminaría con la actual comodidad declarativa que permite al izquierdista situarse entre los buenos sin necesidad de mayor esfuerzo. En las escalas del viaje conoceríamos cosas que vosotros no creeríais, jóvenes: el terrorismo nihilista y sus epígonos, varios genocidios, hambrunas provocadas, crasos errores conceptuales que se tradujeron en crímenes de masas, liquidación de regímenes democráticos, purgas, checas, miedos asfixiantes y prácticas totalitarias que inspiraron al nazismo, campos de concentración y juicios donde se anula la personalidad del procesado hasta que acaba confesando crímenes inverosímiles mientras declara merecer la pena capital.

También, por supuesto, una legión de gentes de buena voluntad, respetuosas de las libertades democráticas y persuadidas de la justicia de su causa. Lastradas, sin embargo, por una herencia que no puede reconocerse sin sonrojo a beneficio de inventario, pues el afán de exterminio tiñe su bagaje intelectual. Está en Marx y en Engels, en Lenin y en Trotsky, en Bakunin y Nechaev, pero también en el fabianismo, inseparable de los planes eugenésícos, del que nació —fíjate tú— el laborismo británico. Está en Sartre, en Foucault, en Negri y en muchos otros.

Las raíces son las que son, por mucho que algún neocomunista y muchos socialistas se comporten como impecables demócratas y, por tanto, lo sean. A ellos les corresponde estudiar el tronco de sus ideologías y evaluarlas sin engañarse. No en balde quienes realizan ese ejercicio con buena fe intelectual suelen acabar separándose para siempre de la izquierda.

Hoy, el conocimiento convencional sobre ese tronco es, por ser benévolo, escaso y sesgado. Tan escaso y sesgado como para aceptar con normalidad que en una manifestación LGTBI aparezca el icono del Che Guevara. Hay etiquetas para lucir, y aportan poco. ¿Cabe seguir llamando progresistas a quienes contemplan con recelo cada oleada de innovación tecnológica, la globalización, la construcción de la Unión Europea? ¿Es humanista el altermundismo, empeñado en impedir la competencia de países que solo accediendo a nuestros mercados podrían empezar a desarrollarse? ¿Es de izquierdas José Bové? ¿Avanza con Podemos la libertad (las libertades) en algún sentido práctico?

Atomizada en causas parciales, la izquierda vive un extravío tal que no hay manera de encontrar más rasgo común que su necesidad de enemigos. Pasada por el tamiz del pensamiento posmoderno (que se ha enseñoreado de los departamentos universitarios occidentales de todas las ciencias blandas), su pérdida de rumbo encuentra la mejor descripción en las reflexiones de dos marxistas rigurosos que, tras una broma intelectual bien conocida, dieron con el diagnóstico preciso: relativismo cognitivo. Dicho de otro modo: la realidad no existe. (Imposturas intelectuales, Sokal y Bricmont).

Los liberales tenemos la ventaja de no encontrar genocidios ni terror de masas en nuestra herencia teórica, ni de querer crear un Hombre Nuevo, volcados como estamos en la gradual consecución de reformas que ensanchan las libertades e impulsan la prosperidad del hombre real. Esa es una de las razones por la que muchos pasamos en su día de progres a liberales. Hay otra: nos basta con un ideario para tomar partido y no queremos saber nada de ideologías, esos lechos de Procusto, esas orejeras.

La creciente intolerancia de la izquierda se manifiesta en los Estados Unidos impidiendo conferencias universitarias que puedan desasosegar a los alumnos, a quienes se empieza a proveer de habitaciones para llorar o para reducir el estrés (a veces acariciando mascotas) que les ocasiona la exposición de ideas que les contrarían; se eliminan de los planes de estudios joyas literarias políticamente incorrectas; se expulsa a profesores por razones tales como ser el abogado defensor de Harvey Weinstein (en Harvard).

Allí y aquí, el sectarismo define a la izquierda. ¿Por qué? Porque para ser necesita enemigos, y en el liberalismo (que a menudo llaman fascismo) tiene a su preferido. Es habitual que fabrique excusas para canalizar el odio, su principal aglutinante pues paraliza el raciocinio, atributo que no conviene a sus formas de expansión. El pasado sábado lo vivimos en Madrid, por enésima vez, cuando un nutrido grupo de liberales sufrió las consecuencias del señalamiento del ministro del Interior. Nada menos. Centenares de personas, muchas de ellas investidas de la condición jurídica de autoridad, tuvieron lo que les deparaba el ministro Marlaska, antaño recto juez, pero por lo visto tan lleno de rencores personales como para echar a perder su prestigio atándose al sanchismo.

Mis compañeros fueron insultados, provocados, empujados y escupidos. Les arrojaron botellas, hielo, orina, lejía. La multitud, espoleada por el jefe máximo de unos policías que hicieron todo lo posible por proteger a los acosados, fue estrechando el espacio de quienes acudían a la manifestación del Orgullo en representación del tercer partido de España y en uso de un derecho fundamental. 

Salvo ese odio, salvo la demonización de la oposición, salvo la gratuita superioridad moral del presidente Sánchez, de su gobierno y de sus socios, ¿qué es hoy la izquierda española? Un traje vacío, un puñado de eslóganes y una formidable ambición de poder. Quedamos a la espera de una izquierda progresista, constructiva, respetuosa con la discrepancia, que condene esta siembra de discordia, mentiras, brocha gorda y guerracivilismo. Mientras tanto existe una trinchera, presidente: la que usted ha levantado.