Da fatiga televisiva ver a los matones-cabestros cruzar el casco viejo de Pamplona protegiendo al producto estrella de la ciudad. Cuando se lanza el cohete aparece una comitiva apartando a los muchachos que buscan la respiración del toro como primera y última gloria. Madrugar para ser perseguido tenía sentido hasta la llegada de estos gorilas pintados de berrendo. Suben Santo Domingo abriendo el paso a sus primos guapos y aerodinámicos, como si se bajara del todoterreno Kardashian para hacer algunas compras en Beverly Hills sin que le molesten los fans alcanzándole con el periódico la testuz, rodeada de fanfarrones.

A los fanfarrones con cencerro de Pamplona les falta sólo el pinganillo. El cohete es el silbido que los agrupa alrededor de la celebrity. No queda resquicio para los valientes en la formación tortuga que aplasta la personalidad de cada ganadería. Los vídeos de los mastodontes mansos rompiendo la multitud para abrir paso a los toros, colocan en el prime time mañanero la imagen distorsionada de la Feria del Toro: provocan ya más miedo los cabestros de Reta que Cebada Gago.

En este viaje conceptual que está viviendo el encierro, los peligrosos ya son los otros, con ese paso de gigantes, los pitones roídos por los anillos de la edad, la expresión de haber cruzado mil cancelas. Convertidas las calles en un parque de atracciones empedrado, las carreras han ido depurándose progresivamente, perdiendo esa capa legendaria que arrastraba a los australianos a cruzarse medio mundo para anudarse el pañuelo. En la ruina, nos aprendimos primero el nombre los corredores, pequeños coelhos de la superación personal, a punto de formar parte del imaginario colectivo dentro del grupo futbolistas, ahora que pintan tatuajes y hablan con tópicos.

La épica del hombre que pasa el año rumiando sus cinco segundos de peligro intenso convierte a Pamplona en el Grand Slam del festejo popular. “Es triste ser bueno. Se arriesga uno a ser hábil”, decía Jep Gambardella, y el encierro es ahora mismo la olimpiada de los hábiles. Sólo queda romanticismo en algún librito. Los ganaderos preparan sus toros corriendo por las pistas de atletismo que son las fincas, completando el ambiente deportivo, la sucursal del Decathlon por la bajada a Telefónica, donde los toros baten récords de velocidad.

En la ensalada de habilidosos vienen los cabestros que homogeneizan la carrera, pegándole una pancarta, una consigna, hay un mensaje oculto, quizá ideología, poniéndole el carril a lo imprevisible, esa estética inventada por Netflix que sirve para entretener a una audiencia millonaria sin ofender a nadie.

Ya no es el salvaje oeste que conquistó a la generación perdida, a la que imagino incapaz de escribir una línea postrada ante el antideslizante, marchita, aburridísima, llorando a sorbos el champagne, pero es que ahora tenemos a Elvira Sastre, el antideslizante de la literatura, y llegar a ese mercado es la clave de la supervivencia: el encierro debe pervivir aunque sea asfaltando la sensación genuina de que aparece la muerte girando por Estafeta.