La naturalidad de la bossa nova produce la sensación engañosa de que es eso, un fruto de la naturaleza. Un fruto del paraíso exactamente, por su condición dorada, luminosa y feliz (incluso cuando es triste). Recuerdo que esta percepción se rompió la noche de 1994 en que llegué a casa, puse Radio 3 y me enteré de que había muerto Antonio Carlos Jobim. Sentí por primera vez que el regalo de su música, que parecía inevitable, podría no haberse producido. Era una obra humana, sujeta al azar de la vida y de la muerte. Esta conciencia de su fragilidad le dio aún más valor a aquellas composiciones. Y exigía una primera reacción ante ellas: el agradecimiento.

Ahora ha muerto João Gilberto y es agradecimiento lo que tengo; una memoria larga de felicidad debida a él: tantos momentos de oro, sofisticados, finísimos. Se ha ido de esta vida un hombre que nos hacía príncipes. Tuve la suerte de verlo en directo dos veces, en Barcelona en 2000 y en Málaga en 2003. Las dos en julio, el mes en que ha muerto a los ochenta y ocho años. Cuando tenía veinticuatro, en 1955, se encontraba hundido, “sin dinero, sin trabajo, casi sin amigos” y con “el orgullo acribillado por todos los flancos”, como escribe Ruy Castro en Bossa Nova. La historia y las historias (Turner). Había llegado a Río de Janeiro desde su Bahía natal y no encontraba el éxito como cantante que anhelaba, ni se encontraba a sí mismo. Se largó entonces para buscarse. 

Estuvo en Porto Alegre, de nuevo en Río y por fin en Diamantina, una pequeña ciudad de Minas Gerais donde vivía una hermana suya. Allí pasó encerrado ocho meses en 1956, tocando la guitarra sin parar día y noche, en su habitación, en el cuarto de baño, junto a la cuna del bebé de su hermana, obsesionado por algo que atisbaba y no lograba formular. Poco a poco fue dando con su estilo, o creándolo: su batida de guitarra, en que sintetizaba prodigiosamente el samba, y su cantar baixinho. Antes de volver a Río pasó un tiempo en casa de sus padres, en Juazeiro, donde siguió ensayando sin parar. Para disgusto del padre, que era aficionado al bel canto y que, como escribe Ruy Castro, “fue el primero el fulminar la futura bossa nova con una definición”. Le decía a su hijo: “Eso no es música. Eso es ñem-ñem-ñem”. Algo parecido a lo que diría un prohombre de la industria musical brasileña cuando lo escuchó por vez primera: “¿Por qué graban ahora a cantantes resfriados?”.

Esto da idea de lo raro que sonaba al principio lo que hoy parece natural: prueba de su arte. La historia que viene después es la del triunfo de João Gilberto: el hechizo que produjo en los músicos de su edad en Río cuando regresó (lo seguían como al flautista de Hamelin, para pillarle el toque de guitarra y la manera de cantar), y el deslumbramiento de los más jóvenes cuando oyeron en 1958 Chega de saudade, la canción con la que nació propiamente la bossa nova. La expansión fue rápida, y en 1962 resultó ya imparable a nivel mundial con A garota de Ipanema, que grabó con Stan Getz y su mujer Astrud Gilberto.

Pero hay un momento indeciso que a mí me gusta especialmente. Está a punto de lanzarse el álbum Chega de saudade y, en palabras de Ruy Castro, “en los primeros días de 1959, nadie podría asegurar que algo tan moderno y sofisticado resultase algún día ‘altamente comercial’”, como había escrito Antonio Carlos Jobim en la portada del disco. Ni siquiera estaba seguro João Gilberto, que le decía a uno de los suyos: “No hay nada que hacer. Ellos son muchos”. ‘Ellos’, los enemigos de la delicadeza que estaba a punto de ofrecerles. Esta vez la aceptarían, pero no siempre ocurre. Fue un milagro el éxito de tanta exquisitez.