Mucho se ha escrito últimamente sobre la oleada de influencers, cantantes o escritores noveles que publican libros con grandes editoriales. Sus miles de seguidores en las redes sociales les convierten en objeto de deseo. No entraré en el debate de si se lo merecen o no: cada uno escribe, edita, vende y compra lo que quiere o lo que puede. Escritores buenos y malos los hay con cero o con un millón de seguidores. No reneguemos de lo comercial, sería una pose como otra cualquiera. 

Lo que sí habría que considerar es el enfoque según el cual leemos poco, sin concretar lo que es poco, y que afirma, además, que hemos perdido criterio por obra y gracia de esas redes sociales que nos tienen enganchados todo el día. Como consecuencia de todo ello las pobres editoriales, luchando por su supervivencia, no tienen más remedio que echar mano de gentes con un público numerosísimo, que tendrán el honor de ser editados por una editorial de las de verdad sin importar la calidad de sus textos.

Y Los Elegidos sienten que la editorial les está haciendo un favor enorme: han confiado en ellos, son especiales. Así se lo han hecho saber en las primeras conversaciones, esas en las que todo son halagos y en las que la ilusión desmedida les impide preguntar por el plan de promoción para su libro, calcular porcentajes y meditar sobre quién gana cuánto y qué en ese proceso. Les están avalando, nada más importa. Hasta que caen en la cuenta de que ese plan de promoción sobre el que se les olvidó preguntar en realidad no existe porque ya lo aportan ellos. Escriben el libro y lo venden.

Todo fenomenal, de no ser porque esa persona se llevará el 10% del precio del libro, un euro y poco. Será bueno o malo, pero vende. Vende mucho. Y gana poco, muy poco. La editorial se queda con el treinta por ciento aproximadamente y el resto se lo reparten entre punto de venta y distribuidor. Algunos pensarán que es lógico, la editorial corre con el riesgo. Excepto que no hay riesgo. Entre un cinco y un diez por ciento de los fans de ese influencer se llevarán el libro a casa. Son miles. Solo hay que multiplicar. En esta ecuación, el único factor imprescindible para el éxito de la operación es el que menos se lleva. Todo raro. Todo cortoplacista.

En cualquier proceso, todos los eslabones han de ser necesarios y algunas editoriales se han convertido, por inactivas, en prescindibles. Autoedición, tiendas online, creación de editoriales por parte de los escritores son la respuesta ante la falta de equilibrio entre esfuerzo, ganancia y lógica del sector. Porque, aunque estuviéramos hablando del mejor escritor de la galaxia, su porcentaje ínfimo sería el mismo.

También aquí podemos hacer números con los meses que tardará en escribir su novela y cuántas ha de vender para que le salga a cuenta. Sorpresa, los escritores también comen, llevan a sus hijos al colegio y pagan hipoteca. Como todos los mercados, los lectores evolucionan y las empresas que les dan servicio han de hacerlo con ellos si pretenden sobrevivir. En efecto, nadie debería apostar por sacrificar la calidad, ni tampoco por apoyarse en los seguidores de otros sin preocuparse de generar unos propios. Algunos han confundido editoriales con churrerías.

Se salvan de esta debacle las editoriales independientes que miman su producto, que conocen a su lector y crean pequeñas joyas. No compramos libros, sino experiencias. Iniciativas de éxito como Bookish nos lo demuestran. Una caja de suscripción mensual que nos hace sentir que recibimos un regalo, aunque lo hayamos pagado previamente. Otra muestra es la afluencia de público en Librería Amapolas que, a dos meses escasos de su apertura, se ha convertido en hogar de muchos de los que amamos la literatura. Ellos se han devanado los sesos para atraer al lector. Saben vender a quien quiere comprar. Consiguen que queramos leer. Aprendan de ellos.