Guardiola me ha convertido en un ser rastrero, hasta el punto de no pasar vergüenza si admito que soy feliz cuando pierde. Es horroroso, pero es la verdad: celebré su coma existencial del gol anulado el miércoles como el título que me faltará este año. Pura felicidad: sentiría lo mismo si lo multa la policía. Supongo que el gran legado de Guardiola es la generación de madridistas jóvenes marcados por ser testigos de la destrucción del mundo conocido. La Selección no ganaba pero nos quedaba el Madrid, como al articulista el folio sobre la novela. Se empezaron a truncar las cosas cuando Raúl voló para marcar de cabeza en un Clásico que acabó 2-6. Después vino la mano de Piqué tras el 5-0. Y Mourinho sacudiendo la suya porque alucinaba en la banda. La soberbia con la que despachaban el contragolpe indignaba. Esa dictadura de lo perfecto, como una socialdemocracia nórdica, en la que se asentó el Barça, fue la playa donde varamos. 

Nos sentimos peores durante esa época. No quedaba nada exótico en la pegada, no había mensaje. Éramos bárbaros tratando de descabalgar un imperio nuevo basado en el estilo que, durísimo, era eficaz. Asistíamos impotentes a la revolución, asomados desde nuestra parcela adornada por el capote de Toñín e iluminada por las noches de Punto pelota, el programa que nos servía recalentado el fracaso. Había sólo una ilusión en aquellos clásicos navajeros: que Pepe jugara de medio centro.

Las derrotas se pasaban mejor si al menos provocaba una tangana o lesionaba a Dani Alves. Nos convertimos en una horda de infelices, rabiosos, agazapados en la fractura de tibia que se merecían aquellos tontitos que no corrían con el balón sino que se lo pasaban. Era bello, joder, ser un poco Quasimodo, deforme por dentro, sentirse oscuro, esforzado, ansioso por ganar a los del talento, estar en la friend zone del éxito.  

Grité el gol de Cristiano en la final de Copa como merecía la expiación del rencor. Era miércoles santo y se callaron los tambores por Claudio Marcelo. A ver, es que hasta la trenza de Pinto era odiosa. Y estaba Mou, al que encontraba apasionante. Dividió la realidad en dos, entre esa forma del mal que era lo impecable y nuestra forma del bien que era esperar a los árbitros en el parking.

Cuando acabó todo, me alejé del Madrid como quien deja a una novia harto de quererla tanto y volví progresivamente hasta reconocerme ahora en aquel fanático. Cerré el círculo con la final de la Supercopa. El centro del campo donde no crecía nada pertenecía al Barça, casi ocho años después. Al peinado discutible de Xavi lo sustituía el culo mullido de Isco. 

Disfruté el miércoles viendo cómo le entraban los calores a Guardiola, en el minuto más expuesto y mínimo de su carrera, que empezó a quitarse jerséis como si lo que le sobrara no fuesen los goles. Me acordé de Ballack.