Recuerdo que hace unas cuantas Ferias del Libro de Madrid, no muy lejos de la caseta que entonces tenía Kailas, había una larguísima cola de individuos que esperaban, pacientes, su turno para verse con un autor. Intrigado, me acerqué a ver quién era el afortunado escritor y descubrí que nunca había oído hablar de él. Me dijeron su nombre, pero no me sonaba ni remotamente.

Es un youtuber, me explicaron. Tiene un canal que ven miles de personas, subrayaron. Y también, a menudo, sale en la tele. Ah, suspiré. No sé si me sentí mayor o ignorante, o las dos cosas a la vez. 

Entonces, los youtuber estaban empezando, y a los influencer aún no se les conocía por ese nombre. Ahora, una joven que es las dos cosas, y también ya toda una celebrity, ha establecido cuántos libros debes de tener en tu casa: 30. Supongo que Marie Kondo, la japonesa que arrasa en Netflix, considera que uno de ellos debería ser alguno de los suyos, como La magia del orden.

Por mucho que me guste el orden, me resultaría imposible reducir el número de libros que habitan mi casa a solo 30. Los libros, por supuesto, no son solo lo que aparentan físicamente, sino también el mundo que se halla dentro de ellos. Cada vez que lees una buena historia esta se incorpora a tu mente; si es excelente, entonces se queda ahí para siempre. Pero qué bueno es tener la referencia física. Cuánto placer provoca tocarla, acariciarla a veces, y saber que está ahí, disponible y a la espera, por si un día quieres todos los detalles que una vez te hicieron más feliz, más sabio o más competente.

La lectura transforma a las personas de un modo que no lo hacen las series ni las películas; de una manera que un medio audiovisual difícilmente podrá igualar. Cuando lees te sumerges en otro universo y te conviertes en partícipe de la historia; tu imaginación recrea a los personajes, hasta el punto de que esos que ves son solo tuyos. No te los tiene que mostrar una pantalla, exenta de cualquier atisbo de sutileza, porque no hace falta: están dentro de ti, ya que tú mismo has ayudado a forjarlos.

En un tiempo lejano, aunque aún identificable, el abuelo del pintor, escultor y diseñador gráfico Alberto Corazón ya había sido padre, pero no sabía leer ni escribir. Cuenta su nieto que, avergonzado, decidió aprender, y se enseñó a sí mismo. Cuando lo logró, que así de grande era su tenacidad, el mundo del abuelo Pepe se iluminó. Su amor por las palabras y las historias creció hasta el punto de contarle a su nieto que no podía existir “un trabajo más digno para un hombre que el de hacer libros”.

Tal vez por eso, Corazón ha editado, diseñado y escrito un buen número de ellos, si bien sus cualidades artísticas se desbordan más allá del paisaje de las palabras. Cuesta creer que Pepe estaría de acuerdo con la bestseller tokiota, a quien Time considera una de las 100 personas más influyentes del mundo; de hecho, es la única japonesa que ha entrado en esa lista además de Haruki Murakami.

El goce de la lectura no se puede limitar a una treintena de ejemplares, ni siquiera a cambio de la casa más ordenada del mundo. Y prescindir de los libros con los que hemos crecido, los que nos han aportado una determinada estructura intelectual para ir renovándolos, se parece demasiado a un crimen.

Yo prefiero visualizar la ceremoniosa armonía con la que el abuelo Pepe se ponía a leer en una casa quizá descuidada. E imaginar libros en el suelo, tapando la madera; o compitiendo por un espacio en una estantería a rebosar. El desorden, como las erratas, humanizan los libros. Los libros nos humanizan a todos. Seguramente tenía razón el abuelo Pepe sobre cuál es el trabajo más digno jamás imaginado.