Cuando una ya creía que lo había visto todo, leo en Twitter que los de Netflix se han visto obligados a suplicar a sus clientes que no imiten a los personajes de la serie A ciegas. Resulta que algún iluminado ha creado el Bird Box Challenge, en el que hay que vendarse los ojos para llevar a cabo algunas actividades. En la serie existe un mal extraño que se contagia al mirarlo. En la realidad, el mal es un chorreo de gilipollez de dimensiones alarmantes. En las redes podemos contemplar a un bebé con un antifaz chocando contra una pared o a un descerebrado conduciendo con los ojos vendados. En fin.

Creo que esta muestra de insensatez me llama la atención especialmente porque estamos en una época del año en la que se supone que andamos liados con los propósitos. Dichos propósitos deberían dirigirse hacia una mejora, tanto del individuo como de la especie humana en su conjunto. Como dijo un amigo mío en la cena de Navidad, muchas personas pensando en algo bueno tiene que provocar cosas buenas. Tiene su lógica, por aquello de las sinergias. Pero entonces llega el Bird Box Challenge y pierdes un poco la fe en los habitantes del planeta.

Mucha gente sufre de esa tendencia enfermiza a la pertenencia a un grupo, da igual el que sea. Voy a cumplir todas las condiciones para que me acepten, sin plantearme lo del libre raciocinio, que es muy cansado. Yo me tatúo, me bebo diez tequilas en una apuesta, me paso las horas pegado a un videojuego o me tapo los ojos porque así soy como los demás. Soy alguien. Soy.

Tengo pareja porque eso es lo que hacen a mi edad; porque los domingos, solo frente a la tele, me aburro; porque se meten conmigo en las bodas. Barbaridades que servidora escuchó ayer mismo, en plena resaca post Fin de Año. Porque esa tribu salvadora puede estar compuesta de dos personas. Ya hay alguien que me mira, o no. Que me escucha, o no. Pero hay alguien. Y si hay alguien a mi lado, yo existo. Soy alguien. Soy.

Voy a los restaurantes de moda porque hay que dejarse ver, me reúno con gente que me la trae floja, hay que hacer networking. Que hasta la palabra lo dice: red. Te pescan, te atrapan. Estás incluido en ese banco de pececillos revolcándose todos bien juntitos, bien iguales. No recuerdas muy bien por qué ni cómo llegaste a ese mogollón. Pero ahí estás. Y salir de prisión no es fácil. Sobre todo porque no quieres, porque te encanta ese traje de preso, clavadito al de tus compañeros de celda.

Siempre me ha sorprendido el tener que justificar las supuestas diferencias: ¿por qué no bebes alcohol? ¿Por qué no tienes pareja? ¿Por qué no les compras la Play a tus hijos? ¿Por qué viajas sola? Y no sé qué me indigna más, si el me pregunten sobre cuestiones que solo me atañen a mí, la limitación mental que indican dichas preguntas, o el ovejismo generalizado. Probablemente todo.

Que nadie se confunda, no es que tengamos que esforzarnos en ser especialmente originales, se trata justamente de todo lo contrario, de relajarnos, de dejar de perseguir, de no entrar en esas cajas en las que nos sentimos cómodos porque dentro están las instrucciones de una vida que otros diseñaron para nosotros. A veces hay que dejar de escuchar y solo pensar. Aunque duela.

Y es que, señores, déjenme sugerir un propósito para este 2019 y para todas las décadas que están por venir. Vamos a posponer los viajes a paraísos playeros y vamos a centrarnos un poco en esto que somos: seres individuales, valiosos y válidos por el simple hecho de existir, responsables únicos de nuestra felicidad y de nuestras acciones. Ya, lo de la responsabilidad es una putada, asusta mucho, pero es lo que hay. Haber elegido muerte.