¿Qué es Pedro Sánchez? Izquierda. ¿Quién critica a Sánchez? Derecha. ¿Cuadran los Presupuestos? Izquierda. ¿Y lo de Delgado? Derecha (extrema). ¿Y las elecciones? Izquierda, izquierda, extremaderecha izquierda.

Esta parece ser la pauta marcial que el Gobierno quiere imprimir a los debates políticos y sociales de nuestro país. Si se le pregunta a la ministra de Justicia por el contenido de las grabaciones de Villarejo, su respuesta resaltará el extremoderechismo de sus críticos. Si se pregunta al presidente por el incumplimiento de su promesa de convocar elecciones “cuanto antes”, se explayará sobre la necesidad de hacer políticas de izquierdas, medidas de izquierdas. Los politólogos lo resumen como una vuelta al eje izquierda-derecha, y los historiadores pueden pronosticar un futuro apéndice de aquel libro de Santos Juliá, Historias de las dos Españas. Pero nos encontramos ante algo más tosco y denunciable: la reducción de nuestro debate público al uso de dos palabras, con el objetivo de que una parte del electorado se acostumbre a aceptar los mensajes del Gobierno.

Porque ahí está el truco. Esto no va tanto de familias políticas o de tradiciones ideológicas como de la instrumentalización de un vocabulario, intencionadamente reducido, para legitimar un Gobierno débil y a un presidente sin carisma ni grandes cualidades, alguien que nunca despertó entusiasmo entre los votantes y que se encuentra inmerso en la campaña más peculiar de la historia. Es cierto que se trata de una maniobra muy eficaz, como demostró el propio Sánchez al derrotar al aparato de su partido con un único mensaje: derecha no, derecha nunca. Y es una estrategia que devuelve a muchos -militantes, simpatizantes, opinadores y hasta medios enteros- a coordenadas conocidas, a moldes en los que parecen sentirse francamente a gusto.

Pero esta estrategia no se puede despachar con un lenguaje descriptivo que constate marcos, relatos y posicionamientos. Aquí hay cuestiones de compromiso cívico que nos deberían empujar a la denuncia. En primer lugar, porque el empobrecimiento del debate público daña la calidad de la democracia, sobre todo cuando viene animado por un Gobierno que lo aprovecha para aferrarse al poder. Las ideologías son útiles y hasta necesarias; pero no pueden utilizarse como cortina de humo para el medro de los mediocres, o para una recolonización de las instituciones (vean, en este sentido, la reciente -y deprimente- entrevista al nuevo director del CIS, José Félix Tezanos). Y, en general, no deberíamos aceptar que el punto final de un debate pueda ser la identificación de cuál es la posición de izquierdas y cuál es la de derechas. Tengámonos un poco más de respeto: sabemos más de dos palabras.