Creo que era Pessoa quien decía que la vida de los otros le parecía un soberbio coñazo, y que en el fondo admiraba la resistencia del prójimo, porque si él tuviese que comerse una de esas existencias mediocres ya se habría suicidado -al final cayó por una cirrosis hepática, que es mucho menos poético-. A mí me pasa algo parecido cuando contemplo el amor ajeno. Observo con cierta estupefacción el conformismo en el que andan inmersas muchas de mis parejas cercanas, el terrorífico aburrimiento, la balsa lenta en la que mueren los días. Seguramente soy una anciana malhumorada a mis 27, o tal vez he mordisqueado demasiada ficción, pero aún me gusta pensar que la vida está en otra parte, aunque eso me conduzca irremisiblemente a soledad, insatisfacción o paranoia. Bienvenidas sean. Cualquier cosa antes que arañarse la cara de puro tedio.

Como cantaba León Benavente, quizá no se trataba de ser pareja, sino de ser brigada. De convertirse en un equipo de dos, en una delantera mítica, en unos partner in crime, que dicen ahora los modernitos anglófilos. Eso pensaba yo hasta hace unos meses, cuando la realidad me tiró la tesis empezando por el paradigma, uno de los romances más fascinantes, inagotables y libres de la Historia: unas cartas de Simone de Beauvoir desvelaron que a ella Sartre no la excitaba, que nunca estuvo “sexualmente satisfecha con él”, y eso que conservaban apartamentos por separado y tenían relaciones con otras personas. “Lo amaba, con seguridad. Pero ese amor no se me devolvía con el cuerpo. Nuestros cuerpos juntos eran en vano”, escribió la madre del feminismo.

Ahí se me desmontó el chiringuito. La relación de Beauvoir y Sartre siempre me había interesado por ser un idilio de escritores que duró 50 años, un refugio contra la vulgaridad en el que verse todos los días para leerse mutuamente y charlar sobre ideas, no sobre otra gente. Se amaron raro, a fuerza de debate, admiración, complicidad y espacio. Trabajaron juntos, se absorbieron los cráneos, se maravillaron llegando cada vez más lejos en materia de pensamiento. O sea, que mucho existencialismo en vena, mucho cóctel en Montparnasse y mucho sexo desprejuiciado con quien fuese, pero nada. Faltaba la química, que es una magia inconstruible, sorda a cualquier esfuerzo.

¿Será que es eso, que hay que elegir entre la conversación de tu vida y el polvo de tu vida? ¿Será que esas dos facetas son excluyentes? La naturaleza a menudo nos castiga así, con el coste de oportunidad. Teta y sopa no caben en la boca. No podemos beber de dos placeres a la vez -del intelectual y del lúbrico-, o, al menos, no en su máximo exponente, porque uno mengua al otro. Dice mi amigo Jorge Calabrés que “cuanto más se habla, más se rebaja la tensión sexual”, porque conversar hondamente nos vuelve a todos más vulnerables, más claros y diáfanos, y el sexo feroz se fundamenta, también, en los puntos oscuros, inasibles, morbosos de pura lejanía.

Es un hecho tristísimo: las relaciones intelectuales más expectorantes que he tenido con hombres los han desactivado eróticamente para mí casi enseguida, y viceversa, porque los cuerpos revelados también cuentan demasiado y ya no hay mucho más que verbalizar. Qué atolladero. La movida es reconocer nuestra propia tendencia y asumirla con dignidad, porque nos compense. ¿Nos quedamos con la pasión o con el discurso? Yo con lo segundo, por una razón económica: la anatomía se agota antes que el pensamiento, pura cuestión material. Lo que es seguro es que, como escribía Luis Rosales, “para toda la vida no basta un solo amor; tal vez el nuestro sea para toda la muerte”. En la tumba, qué suerte, ya no habrá insatisfacciones. Ni dicotomías.