Resulta preocupante esta nueva existencia que procura el floreciente imperio de las pantallas. Este mundo en el que manda la irrelevancia absoluta. Donde todo es tangencial, donde casi todo lo que ocurre parece innecesario. ¿Pasamos ya más horas frente a una pantalla que frente a nuestras familias?

La mayoría de las series que han hecho un agujero en nuestro ocio, y en nuestra comunicación con el exterior, se revela puro pasatiempo. No sirven para nada. No hay nada que extraer de ellas. No ofrecen reflexión, ni aprendizaje. Solo producen la amarga sensación, al terminarlas, de haber asesinado el tiempo. Y, como muchos saben, no hay tanto.

Anita Moorjani consumió todo el suyo: iba a morir el 2 de febrero de 2006. Los médicos le dijeron a su familia que se prepara, que solo le quedaban unas pocas horas. En la frontera con la otra vida, en coma, asegura que se encontró a su padre, ya fallecido, y le dijo que volviera, que no era aún su momento. Ella recuerda no haber tenido el menor interés en regresar a su cuerpo enfermo. Pero acató la instrucción. Antes, entendió por qué tenía cáncer: su manera de vivir la había conducido hasta allí. Cinco días después de haber salido de 30 horas de coma, sus tumores habían disminuido un 70 por ciento. Cinco semanas después le dieron el alta, y a día de hoy su organismo sigue sin rastro de cáncer.

De esa experiencia, Moorjani se ha llevado otros cinco propósitos que han cambiado su vida. E invita a seguirlos. Propone que te ames a ti mismo; que vivas sin miedo; que rías y seas alegre; que descubras el inmenso regalo que es la vida y que, tan importante como lo anterior, seas tú mismo. Parecen cinco evidencias, pero, una vez procesadas, tendemos a olvidarlas con agilidad y volvemos a tomar el desvío que lleva al enfado, al miedo, a la culpa, al odio. A la enfermedad, en definitiva.

Hagamos caso a Morjaani, y no esperemos a que algún médico nos señale un final cercano para decidirnos a vivir intensamente. Y, cuando este aparezca, tras una vida casi desproporcionadamente intensa, hagamos como Hélène, una septuagenaria francesa que está organizando con todo mimo sus últimos días en el planeta. “Estoy impaciente por irme: ya he tenido suficiente. No tengo interés en ver cómo mi cuerpo se desmantela”, explica a Pamela Druckerman para The New York Times. Esta cultivada profesora que siempre amó el arte considera que estos próximos meses constituirán “un viaje fascinante”; eso mismo que también fue su vida.

Sí, hay opciones: se puede abandonar la irrelevancia y conquistar causas nobles.

Afortunadamente para el universo, sigue habiendo héroes que en vez de contemplar series caníbales de nuestro tiempo luchan hasta la muerte, literalmente, en su valiente búsqueda por un mundo mejor. Uno de ellos es el reconocido fotoperiodista bangladeshí Shahidul Alam. El pasado 5 de agosto una treintena de policías irrumpió en su casa y se lo llevó a golpes. La razón por la que lo hicieron, probablemente, tiene mucho que ver con una entrevista que concedió a Al Jazeera unos días antes; habló de la brutal represión que ha arrasa Daca, de los asesinatos casi rutinarios de las fuerzas gubernamentales, y de la corrupción generalizada que atormenta a uno de los países más pobres del mundo.

El precio de su valentía está resultando carísimo. Crece su credibilidad internacional al tiempo que disminuyen las posibilidades de resistir la violencia que sufre en una cárcel local. También se antoja difícil que los tribunales le condenen con una mínima clemencia. Pero los héroes viven, como deberíamos hacer todos, sin miedo.