Vaya por delante que el que suscribe no siempre coincide con la interpretación que el juez Llarena da a las normas de la prisión preventiva en relación con los imputados por el proceso secesionista de Cataluña. Puede entenderse que mantenga en prisión a los Jordis —líderes apenas disimulados de una acción de intimidación a los servidores de la justicia, y muy capaces de reiterar el delito— o al ex conseller Forn, que cometió la grave temeridad de querer sustraer a un cuerpo policial a las órdenes de los jueces y tratar de utilizarlo para estorbarlas, esto es: de desligar de la autoridad legítima a unos funcionarios armados, con el propósito de convertirlos en instrumentos de una acción de supresión de las leyes vigentes. Hechos tan reprensibles bien justifican una aplicación rigurosa de la prisión preventiva, que estaría también justificada en el caso de que el prófugo Puigdemont, último decisor de lo descrito, se hallara disponible para afrontar su responsabilidad ante la autoridad judicial.

Lamentándolo por sus familias, incluidos hijos pequeños, por cuyo sufrimiento no puede sentirse sino honda compasión, la conducta de estas personas, que libre y conscientemente la ejecutaron, desencadena severas consecuencias legales que es responsabilidad del juez instructor apreciar y mantener. Distinto parece el caso del resto de los imputados, comenzando por el ex vicepresident, que ni pueden reiterar el delito —lo cometieron desde un cargo que hoy no ostentan—, ni destruir pruebas —las tiene todas la Guardia Civil, que ha vaciado los servidores de la Generalitat— ni han acreditado intención de huir, antes bien se han sometido a la acción de la justicia. Con todo, esto no pasa de ser una interpretación, y la prudencia librará a este jurista más bien retirado de sugerir que la del magistrado del Supremo, que por otra parte es la que vale, sujeta a impugnación ante la sala de su propio tribunal, el Constitucional o el de Estrasburgo, carece de fundamento alguno o es gratuita o arbitraria.

A partir de lo dicho, y en tanto esos tribunales deciden si lo que el instructor ha hecho con la prisión preventiva se ajusta o no a la ley, a la Constitución y a los convenios internacionales vigentes, lo que causa pasmo, escándalo y ya hasta bochorno es el servilismo con que los jueces belgas, después de amparar a los que han conspirado manifiestamente contra la integridad y la estabilidad de un Estado aliado y socio, se prestan a ser sus mamporreros para vengarse del juez que lleva la causa.

No puede Bélgica dar lecciones a España de pureza procesal ni de respeto al Estado de Derecho: sus cifras en cuanto a anulaciones de sus decisiones judiciales por tribunales supranacionales son muy similares en lo que se refiere al Tribunal Europeo de Derechos Humanos y bastante superiores en lo que toca al Tribunal de Justicia de la Unión Europea. La desfachatez de prestarse a ser auxiliares de unos imputados no ya para que eludan su responsabilidad, sino para intentar inquietar encima a quien trata de aplicarles la ley, sale del terreno de desaire para internarse en los dominios de lo estrafalario. Alguien les debería decir a los belgas que Europa, o va en serio, o nada será.