Yo conocí a Pedro Almodóvar en mi treinta y siete cumpleaños, o sea, cuando éste que escribe salía todavía mucho por Madrid y él ya no tanto. Me dio por organizar una fiesta y celebrar que todo iba muy bien, que acababa de sacar un libro con triquiñuelas baladíes de camerinos en una versión fútil de Eva al desnudo -no diré el título para no enfadar de nuevo a las inspiradoras- y que, sobre todo, cruzaba un momento de felicidad.

Mi amiga Bibiana Fernández me dijo que echara el resto. Supongo que no son palabras textuales, pero eso hice: echar el resto. Hacerle caso a la rubia es siempre una bendición y un peligro. Tanto me da. Hay personas que mejoran el mundo. Estoy convencido de que Bibiana Fernández es una de ellas, no solo por su irrupción gloriosa en el atropellado panorama de los ochenta, sino por esa forma que tiene de regalarse a la gente.

La fiesta era un ir y venir de copas, felicitaciones, regalos y amigos. Lo recuerdo de milagro. Y no solo por años que han pasado, diez. ¡Diez! He abierto una caja de fotos que recoge momentos especiales. Todos en el mismo puchero.

A altas horas de la noche, la realizadora Dunia Ayaso, que estaba hablando por teléfono junto a la puerta donde había algo de silencio, me dijo: hay un amigo que está solo en casa, ¿le digo que se venga? “¡Que se venga, cabemos todos!”, fue mi expedita respuesta. Y debí correr hacia la barra.

Minutos después, era Pedro Almodóvar el que cruzaba el umbral de la sala ante la sorpresa de todos, también la mía. Alguien nos hizo una foto desenfocada –que ahora miro- y el Madrid que fantaseaba desde mi pueblo se enfocó de repente como en las epifanías. Era Pedro. Pedro Almodóvar. Se me saltaron las lágrimas.

La vida cobraba sentido en aquel momento. Como cuando venía en tren de “cercanías” durante cinco horas hasta la capital para estudiar diseño gráfico, como cuando paseaba por la Gran Vía como si fuera Times Square buscando billboards de musicales, como cuando perdía la cazadora en los alrededores de la Sala Cool, como cuando me bebía unos chupitos tras el informativo para acelerar la fiesta con el realizador, como cuando forraba mi habitación con carteles de películas icónicas, como cuando bailaba en plan travesti con Jorge Calvo y compañía, como cuando me ponía el perfume favorito para conquistar una nueva América.

Después de aquel cumpleaños he visto a Pedro en otras ocasiones, en cenas, cumpleaños o estrenos, pero siempre mantengo esa prudencia de chico de pueblo que admira a su director. El chico que se sabe frases de memoria y que ha gesticulado como alguna actriz en algún momento de efervescencia y burbujas. Ese chico que es consciente de que Pedro ha creado historia del cine, ha moldeado a actores, ha creado estrellas, ha tocado el firmamento con las mismas yemas de los dedos con las que ha elegido fotogramas épicos y cortado tomate para hacer gazpacho. Qué es sino la admiración.

Cuando se lo conté a mi madre, nada más amanecer de aquella resaca, me dijo que viviera mucho, que hiciera muchas fotos, que me lo pasara en grande, que comiera bien y que sumara recuerdos para contárselo todo al llegar al pueblo. “Quiero saber de ti”, como en Cinema Paradiso. Ahora, a punto de soplar las velas de otro cumpleaños, 26 de enero, cierro la caja de fotos desenfocadas, disfruto de esa cursilería que emanan algunas escenas, veo grandes y pequeños propósitos capturados en polaroids, y elijo el vino para la fiesta, qué diantres. La vida sigue. Celebrémosla.