Cuando mi paciencia con el nacionalismo catalán (a la fuerza ahorcan: vivo aquí) se agota, fantaseo con una victoria apabullante de los partidos constitucionalistas. Que es el segundo peor desenlace que podría darse el 21-D para los independentistas.

Es muy probable que el resultado de mañana no sea ese sino un escenario ingobernable que lo deje todo en manos de Pablo Iglesias y Ada Colau y que acabe desembocando en unas segundas elecciones. Segundas elecciones en las que se volverá a dar el mismo resultado, punto porcentual arriba, punto porcentual abajo, y en las que el único partido que acabará perdiendo un porcentaje significativo de sus votos será, precisamente, el que forzará la repetición de los comicios: Catalunya en Comú Podem.  

Pero cuando lo que se agota no es la paciencia sino la templanza, es decir mi humanidad, lo que deseo es una victoria apabullante de los partidos independentistas. Una victoria que no deje lugar a dudas de la voluntad de una amplia mayoría de los catalanes. Con mayoría absoluta de votos y escaños.

Una victoria, en fin, que supere con creces el 50% de los votos a ERC, JxCAT y CUP y no deje otra opción al nacionalismo que insistir en la construcción de su república y en el desafío al Estado, a los catalanes no nacionalistas y al resto de los españoles. Que es el peor desenlace que podría darse el jueves para los independentistas. 

Cataluña no será jamás independiente mientras Europa aguante en pie y eso lo sabe hasta el último de los líderes del nacionalismo. Lo que sí tiene a su alcance el independentismo es convertir Cataluña en el Quebec catalán, es decir en una región anteriormente puntera pero caída hasta la zona media de la tabla del PIB per cápita español. En una región que lloraría durante décadas su antiguo liderazgo económico, cultural y político, y que dejaría en manos del virus (el independentismo) la cura de la enfermedad que él mismo ha provocado. La misma receta que ha condenado a la irrelevancia a todos los grandes imperios de la humanidad. 

A veces, ya digo, me sorprende mi propia crueldad. ¿Qué enemigo sería tan desalmado como para desearle a los catalanes nacionalistas todo aquello que siempre han deseado para sí mismos? Una región yonqui, enganchada al independentismo y sin la fuerza de voluntad necesaria para liberarse de su adicción, olvidada por Europa y abandonada a su suerte por los españoles, atascada en un bucle infinito de nostalgia, decadencia y victimismo. Tirada en un callejón mientras Valencia y Aragón la superan en todos los indicadores económicos y ocupan su antiguo lugar en la jerarquía comercial, empresarial y cultural española.

Ojalá el jueves arrase el independentismo, sí.