Llego a Madrid los lunes a las diez de la mañana, emerjo de Atocha y respiro libertad. Es algo inmediato. He querido tanto a Barcelona, he querido tanto en Barcelona… A los diecisiete estaba convencido de que no llegaría a cumplir treinta años. ¿Para qué? -me preguntaba. Ahora, a los cincuenta y seis, miro al futuro con el optimismo racional que de joven me faltó. Pero también hay un pasado al que mirar, con todos sus escenarios y diálogos, y si hay algo que resulta dolorosamente inaceptable, y aun inconcebible, es que casi todo lo hecho, casi todos los proyectos abordados y consumados, abordados y abortados, casi toda la vida social, haya transcurrido alterada, teñida, condicionada o rota por las derivaciones del nacionalismo. Por Dios, no hay derecho.

Ojalá hubiera nacido en cualquier otro lugar. Pero claro, sin Barcelona yo no sería yo. Al construir ficciones, he debido esforzarme sobremanera para saltar a mundos diferentes, que mi alma se quedaba rondando por donde siempre: el claustro de la Catedral, San Felipe Neri (sí, Felipe) a medida que avanza la tarde, después de haber descendido entero el Ensanche con las manos en los bolsillos, dejando la infancia soleada en el Turó Parc. En el pasado, Barcelona quedaba hechizada en cuanto la oscuridad tomaba los portales. Los dulces portales de madrugada.

Nada de eso existe hoy para mí. Ya no siento nada. He comprendido el absurdo derroche de vida, de fuerzas, de argumentos, los días evaporados, los afectos malgastados por el mero hecho de coincidir en el tiempo con la minuciosa construcción de una pesadilla. Gracias a la ideología nacionalista, los mediocres se han sentido especiales, los ignorantes ilustrados y los frustrados realizados, mientras unas pocas familias arramblaban con todo en una operación de latrocinio impune como no la ha conocido Europa occidental desde la segunda posguerra. La ideología, y aquí llega lo peor, se cuela por debajo de la puerta de casa, por las rendijas, mesmeriza a las familias en torno a la mesa, tizna las noticias leídas u oídas, penetra en los dormitorios y se mete debajo de las sábanas para acabar guíando los sueños de la tribu. Porque los sueños, como los editoriales, debieran ser uno. Resistir tantos años sin que haya llegado a rozarme esa podre ha resultado un empeño agotador. Pero lo he conseguido. Pronto los desalojaremos del poder, aunque yo ya estaré lejos, sumergido en aquella novela de Mircea Cārtārescu u olvidando en el Retiro los años perdidos.