A mí enamorarme me ha gustado siempre. No es de ahora. Es algo que me ordena la vida y me desordena la agenda. Y tengo tendencia, cuando se han ido del colchón y del corazón, a mitificar los amores como si construyera catedrales en ellos; edifico la historia, la bendigo y me dejo llevar por los recuerdos como quien glorifica reliquias de santo. Este libro me lo regaló, esta canción la bailamos, este sabor lo besamos, aquí me dijo que nos iríamos de viaje y en este banco del Retiro me prometió amor eterno.

A veces, paseo con mi perra y me acuerdo. Sin ir más lejos, ayer caminando por la villa me percaté de una escultura de esas que coronan edificios como mascarones de proa en tierra firme. No era la belleza del ángel alado lo que me paralizó en el semáforo, fue su recuerdo. Yo mismo hace veinte años, en ese mismo lugar, sin perra y con pareja mirando hacia arriba. ¿Has visto qué bonito?, decía el recuerdo. Y la bola que palpita entre sien y frente rebotaba recuperando recuerdos de un viejo amor con un último y decisivo set. Sonreí y amagué una lagrimilla de esas que no has llamado.

Me dio por la nostalgia, que es buena compañera de paseo en solitario, y así llegué tranquilamente a tomarme café en un bar en el que –gracias a Dios- lo sirven sin corazones de espuma. Benditos sean los bares que no decoran, no soporto los trasplantes fuera de quirófano. Pero saltó la alarma: aquella mesa, aquel ventanal pintado y aquel lugar también tenían pasado. Otro. Diferente. Es lo que tiene cumplir años, que se te acumulan las fotos y los nombres. Sentado allí me vino un capítulo de aquellos en los que te creíste invencible. Nada es eterno. Ni siquiera las sillas del bar. Habían cambiado. El recuerdo, no. Es increíble cómo el cerebro puede devolver a la memoria el perfume de aquella cita tantos años después.

Así seguí, recogiendo heces de mi perra, que anda con infección intestinal, y sumando memorias y olvidos como quien colecciona reliquias de amor. Todo a la vez. Así recordé los pies morenos en aquellas sandalias de verano, los pantalones pitillo azules en el portal, el cedé de canciones dedicadas que me metiste en el bolsillo de la cazadora, el libro dedicado en la terraza, los mosquitos en el parque del Oeste, el sabor a helado italiano en el Templo de Debod, la cena picante en el restaurante indio… En fin.

Los lugares amados se van suavizando con el tiempo, los años se han encargado de quitarles dolor y ponerles barniz. Barniz del bueno, el de capa gruesa, el que brilla sin sol. El olvido se encarga de los suyo y la memoria de filtrar convenientemente. No es que tenga la ciudad trillada, es solo edad. Cero queja. Los lugares donde has amado son tuyos y míos, y, por eso, son eternos. Al cruzar el semáforo vi un banco nuevo. No tiene memoria. Todavía.