Resulta aún más lamentable que asombroso que, después de todo lo sucedido en Cataluña los últimos meses, después de tanto tiempo esperando el desenlace de esta angustiosa tragicomedia, ni tan siquiera sepamos hoy si su presidente ha declarado la independencia o no. No lo sabe ni Rajoy, que ha tenido que preguntárselo formalmente.

Aseguran los que apoyan a Carles Puigdemont que ya estamos más en la pre-independencia que en la post-autonomía; argumentan los constitucionalistas que fuera de la Ley no hay diálogo; mientras los Gobiernos continúan golpeándose, los españoles -probablemente los catalanes aún más-, estamos ya exhaustos observando una partida de ajedrez que continúa en unas dramáticas tablas. Y, en este caso, esas tablas no sugieren un empate, sino un escenario en el que todos pierden.

Abandonan las grandes empresas Cataluña, quizá más por evitar el laberinto de la incertidumbre que por convicción, pero no se van, ni tienen aspecto de hacerlo pronto, los responsables del desbarajuste causado. Y mientras esto ocurre, al tiempo CaixaBank y Planeta, y tantos otros, se fugan de Barcelona y mientras Junqueras se aferra a un tren que puede volcar en cualquier instante, buscando una solución que no existe, no paramos de hacernos daño.

Cientos de miles salieron a la calle a votar portando banderas separatistas; otros cientos de miles salieron días después ondeando la rojigualda para exigir que se atienda su voluntad de mantener su territorio donde está, en España.

La Policía autonómica incumplió las órdenes judiciales; la Policía, la otra –salvajes, los llamó Gabriel Rufián en el Congreso-, agredió a algunos manifestantes. El independentismo acusó al Estado de violento y antidemócrata; el Gobierno central acusó al Govern de mentir sobre esto también. Mientras, el mundo miraba a Cataluña.

Hace no demasiado tiempo tuvimos que soportar cuarenta años de “una, grande, libre”. Por supuesto, no era ninguna de esas cosas. Ahora no sabemos cuántos somos ni tampoco cuánto medimos, y puede que hasta vivamos un período de excesiva libertad, si es que puede darse semejante circunstancia. En realidad, es más probable que se trate solo de un mal uso de la que hay.

Resulta sorprendente, pero ya hasta echamos de menos la estabilidad política que tuvimos hace unos años, cuando solo luchábamos contra la crisis económica que Zapatero no alcanzó a ver a tiempo, con la cuestión territorial aparcada en un buen sitio, sosegada; seguía alimentándose, sí, pero permanecía adormecida.

Nadie hubiera creído entonces que llegaríamos a ver a un presidente catalán declarando la independencia, si es que lo ha hecho. Entonces se vislumbraba definitivamente lejana –o imposible- una crisis de Estado provocada por el alzamiento de uno de los territorios que forman nuestro Estado.