El debate sobre Cataluña lleva años condicionado por el chantaje de la “fábrica de independentistas”. El mecanismo del chantaje es sencillo: ante una acción X de los nacionalistas, lo justo (y legal) sería una reacción Y de parte del gobierno nacional. Pero esa reacción Y contribuiría, presuntamente, a “fabricar independentistas”, por lo que lo ideal es optar por una componenda Z. El truco, como nos muestra la experiencia de las últimas décadas, es que la componenda Z nunca es un punto medio, sino que se parece mucho más a la acción X que a la reacción Y.

Esta lógica ha alcanzado su apogeo en los años que van desde el comienzo del procés hasta este terrible septiembre de 2017. Pero quienes la difunden suelen omitir un detalle de su cadena causal. La reacción Y no contribuye, por sí sola, a “fabricar independentistas”. Solo lo hace si se produce un paso intermedio: que quienes la cuenten y expliquen sean los nacionalistas.

Esto es lo que se debe tener en cuenta en el nuevo escenario que se va abriendo en Cataluña y en el resto de España. Por mucho que el gobierno esté haciendo tanto lo legal como lo correcto, la situación puede aportar una ganancia magnífica a los independentistas. Se les acaba de entregar nuevas y vistosas herramientas con las que endurecer su relato victimista, una página nueva en la que seguir escribiendo la historia de la secular opresión de “España” sobre “Cataluña”. Lo que se debe impedir es que esto se convierta en una interpretación generalizada entre los ciudadanos de Cataluña.

Sí, esto es lo que se suele denominar “la lucha por el relato”, aunque haríamos bien en evitar la asepsia relativista que supura esta expresión (entre Galileo y la Inquisición, digamos, también había una “lucha por el relato”; pero además había alguien que tenía razón y alguien que no la tenía, y esta dimensión es bastante más importante que la primera). El caso es que la lucha por el relato es necesariamente prolongada, sobre todo cuando las divisiones son tan profundas como en la Cataluña actual.

Por ello, una vez se ha tomado la decisión de enfrentarse a la ofensiva independentista, la cuestión no se reduce a explicar durante unas semanas las razones por las que esta decisión es justa. Igual de importante es tener claro que no se puede renunciar a ellas en un futuro, ya sea en nombre de un falso pragmatismo o de la extraña mala conciencia que suele aquejar al resto de España en todo lo tocante a los nacionalistas periféricos. Me refiero a razones como:

1) El referéndum solo era posible previo cambio de la Constitución, y fue el gobierno de la Generalitat, en su irresponsable huida hacia adelante, el que rompió todo marco posible de entendimiento;

2) El gobierno de Puigdemont no representaba al “pueblo catalán”, sino a una parte de la sociedad catalana, en consciente enfrentamiento con la otra parte;

3) La actuación del gobierno y del poder judicial no fue contra Cataluña o “las instituciones catalanas”, sino contra una élite que se había adueñado de parte de estas, y las había puesto al servicio de su causa rupturista; y

4) La actuación de Podemos fue tan desleal como cínica, alineándose con los independentistas con el fin de utilizarlos como ariete contra el orden constitucional.

La perspectiva de repetir esto durante mucho tiempo puede producir fatiga, pero cobremos conciencia de que el relato contrario tiene unos altavoces poderosísimos donde más importa, esto es, en Cataluña. Y los independentistas tienen todos los incentivos para seguir luchando por su relato durante décadas.

Todos deseamos que la terrible situación actual termine en algún tipo de entendimiento, pero la experiencia reciente muestra que no se resuelve nada dejando que los nacionalistas dicten los términos del debate. Si se permite que lo hagan una vez más, es posible que la fábrica de independentistas ya se vuelva imparable. Y entonces todo lo que hayamos dicho durante estos días no habrá servido para nada.