La verdad es que cada vez que escribo de Rafael Nadal siento algo de pudor. Como apasionado del deporte que soy, su vida y su obra me parecen excepcionales. Es un tipo único en lo deportivo y en lo humano. Y decir que es el mejor deportista español de la historia me parece algo vacuo y demasiado simplón como para delimitar su verdadera dimensión. Él es algo más.

Fracaso estrepitosamente cada vez que intento encontrarle un punto débil, un error, una pasada de frenada, alguna insensatez, una declaración altisonante, algo que me devuelva a la realidad y me haga ver que es tan humano como los demás, que no es para tanto, que bajo ese aspecto irreprochable esconde algunos defectos inconfesables. Pero no hay cadáveres en su armario. Es lo que es.

Y lo que es, es mucho, tanto que apabulla. Y no digo todo esto únicamente porque el pasado domingo haya vuelto a ganar un grande. No. Lo que me llama la atención del último Rafael Nadal, que parece que se diluye pero que es infinito, es su capacidad para levantarse cuando le daban por caído, para subir cuando todos ya sospechaban que estaba de bajada, para estar de vuelta cuando creían que se iba, para decir hola cuando le querían señalar la puerta del adiós.

El pasado 2 de enero ocupaba el número 9 de la ATP y su carrera parecía estar encaminada ya a una cómoda y merecida tercera edad deportiva ganada a pulso. Pero no, la tercera edad aún parece lejana y más cuando el pasado 21 de agosto volvió a encaramarse al primer puesto del ranking mundial. Ya lo había sido durante 13 meses cuando tenía 24 y 25 años y después otros nueve meses entre los 27 y los 28. Ahora repite con 31 años, siete después de la primera vez, y lo hace con la misma intensidad con la que ascendió a la cima en junio de 2010: como si estuviera de estreno, como si lo de antes ya fuera tan solo un buen recuerdo, tiempo pasado y cenizas.

Él ha dado una vuelta de tuerca más a su historia y a nuestras erróneas certezas, y cuando creíamos que ya lo estábamos perdiendo resulta que sigue estando ahí, más cerca del cielo que de la tierra, pero con los pies tan adheridos al suelo como sólo alguien muy grande puede tenerlos.

Cuando arrancó el año, y estaba cerca de salir del Top 10 del tenis mundial, ya había ganado 14 grandes y nadie le hubiera reprochado que bajara los brazos. Las lesiones le habían pasado demasiadas facturas. No estaba obligado a hacer más; de hecho ya nadie le obliga a demostrar nada más. Su trayectoria hubiera sido igual de modélica y su currículum imbatible, el segundo mejor de la historia. Pero se puso en pie, pagó todas sus cuentas pendientes, se obligó a ir más allá, a pensar en el próximo partido y en el siguiente y en el siguiente... Hasta sumar otros dos grandes –París y Nueva York– y alcanzar los 16 y volver a ser número 1. Y en el horizonte, los 19 de Roger Federer y ser el mejor de la historia. De la historia.

Pero como indicaba antes, lo de Rafael Nadal va más allá. La pasada semana en Nueva York me di cuenta de que la admiración que los norteamericanos le profesan supera lo deportivo. Les gustaría que fuera de ellos. Les gusta cómo es, su insaciabilidad por llegar a otra bola imposible, por ganar un punto, un partido, un torneo más. Idolatran su imagen de tipo que se ha cincelado a golpe de horas de trabajo sin desmayo; su perfil de jugador que no se solaza en lo ya conquistado y sólo sueña con lo que le queda por conseguir.

Hablara con quien hablara, y en cuanto sabían mi nacionalidad, no dudaban en elogiar a Rafa Nadal en todos los idiomas: destacaban una y otra vez su "vamos, vamos", su pasión contagiosa, su fervor de primerizo en cada punto que disputa, sus ganas de superación que parecen no tener límites. Les fascina su deseo de ganarse a sí mismo, incluso, porque es contra sí mismo contra quien va a vérselas Rafael Nadal de aquí en adelante.

Se ha ganado el derecho a llegar a ese punto. Se ha convertido en un ejemplo y eso son palabras mayores. En un país como el nuestro, en el que la ejemplaridad de la mayoría de los personajes públicos deja tanto que desear en demasiadas ocasiones –y si son políticos ya ni te cuento–, la estela de este hombre va más allá de la que desprende un simple aunque excepcional deportista. Él marcará un antes y un después en la historia de nuestro deporte, no solamente por la cantidad de sus éxitos sino por la calidad humana que desprende toda su trayectoria. Ningún éxito futuro lo hará mejor de lo que ya es. Nos ha enseñado a saber ganar y especialmente a saber perder, que siempre resulta mucho más complejo...

De esto último, de las derrotas, especialmente de las más duras, ha salido esa fuerza incontrolable pero necesaria para volver a intentarlo. Porque Rafael Nadal siempre vuelve, siempre lo intentará de nuevo.