El argumentario pragmático iría así: “Vale, yo te compro todo lo que dices acerca de Cataluña, pero la vida no consiste en tener razón. La vida consiste en trabajar con lo real, con lo existente. Y lo que existe es el procés, lo que existen son un par de millones de independentistas. Eso hay que solucionarlo de alguna manera. Así que lo más pragmático es dar a los nacionalistas el referéndum/conceder a los nacionalistas la palabra nación. ¿Qué más da? ¿No ves que es la única manera de salir de esta tensión en la que llevamos años instalados? Lo importante es llegar a una nueva estabilidad, y eso no se va a conseguir si seguimos como hasta ahora”.

El argumentario pragmático no ha calado solamente en Cataluña, sino que se ha extendido también por el resto de España. Uno se lo escucha sobre todo a simpatizantes de Podemos y a votantes del PSOE; es más, supone una de las piedras angulares de ese pedrismo que se encuentra a dos noes de recuperar la dirección del partido.

Por todo esto ha sido tan oportuno el anuncio de Nicola Sturgeon, lideresa de los nacionalistas escoceses, de que convocará un segundo referéndum independentista para 2018. Porque el proyecto de los pragmáticos para Cataluña es, esencialmente, convertirla en Escocia. Recordemos que Escocia está reconocida como una nación dentro de un estado plurinacional; y Escocia pactó un referéndum de autodeterminación con el gobierno central que finalmente ganaron los unionistas.

Así, hasta hace una semana, Escocia suponía la flecha dorada del carcaj pragmatista: era la prueba de que con esa mentalidad se puede salvar la unión, regresar a la estabilidad y, encima, quedarse con la conciencia tranquila frente a las reivindicaciones de los indepes.

El anuncio del segundo referéndum, sin embargo, demuestra que no puede haber pragmatismo si no se ha identificado bien el problema que se quiere resolver. Y ese problema, en Escocia como en Cataluña, no es una cuestión nominalista, ni de votos, ni de competencias, ni de sobreponerse al legado de una etapa histórica concreta. El problema es el nacionalismo: su lógica, su funcionamiento, su extraordinaria capacidad de supervivencia y rearme.

Hay que concienciarse de ello. El nacionalismo es la fuerza más proteica, elástica e imprevisible de la modernidad. El nacionalismo es lábil y denso, perspicaz y sordo, se lanza a las avenidas con la misma naturalidad con la que se repliega en la barra de un bar. Es útil tanto para las élites como para los peatones, y es una fuerza dinámica, necesitada de movimiento y constante renovación para seguir con vida. El nacionalismo es, en fin, un hijo de la modernidad al que la posmodernidad ya ha renunciado a matar. No es solo algo propio de los nacionalismos sin Estado; echen un vistazo al mundo, desde Rusia a Estados Unidos pasando por China y por Turquía. Estamos en 2017 y la nación cotiza al alza.

Esa es la naturaleza del fenómeno que tenemos delante, y no la trivialidad nominalista o competencial que proponen los pragmáticos. Así que yo no sé cómo se alcanza una nueva estabilidad con respecto a los nacionalismos periféricos. Pero el ejemplo escocés muestra que el argumentario pragmático es igual de cortoplacista que todos los demás. Y, puestos a elegir entre soluciones cortoplacistas, lo suyo sería quedarse con la que lleve la razón.