Están acabados desde hace mucho tiempo, pero por alguna extraña razón se han empeñado en extinguirse de una manera que les permita ser, póstumamente, lo que nunca fueron: una especie de actor normal y regular de la función social y política de su país. A veces, diríase que incluso esperan alguna clase de reconocimiento, en su doble sentido: el de la aceptación de su existencia como elemento necesario para algo, y el de la expresión de alguna especie de gratitud por algo que al parecer se les debe, ya sea por lo que fueron o por cómo dejan de ser.

Es tedioso, es injusto, pero por encima de todo denota una falta de conciencia y de inteligencia alarmantes. No se les debe nada, son ellos los que deben, y no han pagado, ni en mil vidas que tuvieran lo podrían pagar. Nunca fueron normales, sino una aberración inútil y cruel que lastró el progreso de la sociedad a la que decían querer liberar y la afligió con acciones absurdas, en las que demasiados lo perdieron todo y nadie ganó nada. Y no hay que agradecer que desaparezca a quien no lo hace por propia voluntad, sino ante la imposibilidad de seguir existiendo sin levantar acta diaria de su debilidad absoluta y manifiesta.

Cargados de arrogancia, y de ignorancia, se permitieron desafiar a las sociedades vascas y española y al Estado que tiene encomendada la defensa de ambas, la garantía de su orden constitucional y autonómico y la protección de los derechos y las libertades de sus ciudadanos. Tuvieron su oportunidad de dejar de hacerlo, cuando se les otorgó allá por 1977 una generosa amnistía con la que la España democrática dejaba patente que no deseaba perseguir a quienes hubieran podido empuñar las armas en la creencia de que lo hacían contra una dictadura. La manera en que despreciaron esa oportunidad los convirtió en enemigos del pueblo, y el pueblo, como no podía ser menos, se ha defendido de ellos hasta reducirlos a la irrelevancia.

Para lograrlo, y después de algunos experimentos errados y aun ilícitos, se ha recurrido a la ley y a sus servidores, y es a estos a quienes debemos, y no a quienes aniquilados por su cerco ya no pueden seguir adelante, este final que los interpelados por su propia extinción se empeñan en demorar y posponer. Ellos escribieron, sin duda, las primeras páginas, y muchas de las del medio. Esta última página, que dejen ya de enredar, tiene otra autoría: los jueces, fiscales, policías, guardias civiles, agentes del CNI y otros servidores públicos que han librado a sus conciudadanos de esta plaga virulenta y retrógrada. Y muy en especial, los guardias civiles, que dejaron más de doscientos de los suyos en la lucha, pero a cambio desmantelaron una y otra vez su cúpula, y que al atrapar al último que quiso dárselas de general del ejército fantasma dejaron al descubierto su oquedad.

Que den de una vez las coordenadas de los tres zulos que acaso recuerdan, y que se pierdan para siempre en las brumas de la Historia. Lo demás, son ganas de perder el tiempo.