Jean Luc Godard le hizo decir a uno de sus personajes que “cuando el sexo se vuelve problemático avanza el totalitarismo”. Godard le hizo decir a sus personajes muchas tonterías y él pronunció otras muchas sin necesidad de intermediarios ficticios. Pero esta no es una de ellas. El sexo se vuelve problemático cuando interviene un agente externo a la pareja, o multitud, que, limitada por unas reglas mínimas, disfruta en una alcoba.

La politización es eso. Una hiedra invasora que se extiende hasta alcanzar lo íntimo. Es la hiedra hecha de farolillos en la cabalgata de Vic, por ejemplo. Si el marxismo es una herejía del cristianismo, ¿qué se puede decir del independentismo catalán? Es un chusco sucedáneo de la religión que organiza manifestaciones en familia, representaciones escolares de la guerra de 1714, que moviliza a una legión de profesores catequistas y que no renuncia a ocupar con sus supersticiones un solo resquicio de la vida ciudadana.

Al final del camino de la politización siempre hay un niño al que dejarle en herencia las supersticiones forjadas con toneladas de dinero público. Y el único consuelo respecto del independentismo catalán es su ineficacia. Que después de todos estos años de descomunal esfuerzo presupuestario, y de incomparecencia de su adversario, esta religión folclórica no haya conseguido convertir siquiera a una mayoría.

De naufragios como el de Vic lo más irritante es la inevitable emergencia de la engañosa figura del equiparador. El equiparador es aquel que, compartiendo el bochorno general, deja escapar con voz de castrato que todas las banderas, al fin y al cabo, son iguales. Es el que dice, ante los rescoldos de un atentado, que todas las religiones son iguales; ante una agresión xenófoba que todas las identidades son iguales o ante una malversación muy concreta que todos los políticos son iguales. El equiparador actúa con una lógica defensiva, profiláctica. Ante el clamor de lo particular corre a refugiarse en lo general.

La única finalidad de un farolillo estelado en una cabalgata de Reyes es que los feligreses se reconozcan. O -echemos un vistazo al negativo de la fotografía- declarar extranjeros a los que no la porten. Detrás de ese símbolo está el proyecto de una comunidad fundada en la exclusión. ¿Cómo va a ser igual que una bandera que simboliza la integración de los diferentes en una ciudadanía plena de derechos? El equiparador puede alegar que toda bandera es un fastidioso símbolo de pertenencia. Puede exclamar que cuánto mejor sería un mundo sin ellas. Pero cualquiera que sepa distinguir un cáncer de una gripe debe reconocer que hasta en la enfermedad hay una gradación.