Mis recuerdos de la tragedia del Yak 42 están mezclados con la memoria de un drama personal. Aquel avión cargado de militares en misión humanitaria se estrelló en los mismos días en que mi madre fue diagnosticada de una enfermedad terminal. Seguí las noticias que llegaban desde una desolada montaña turca en una habitación de hospital, con el ánimo encogido y las esperanzas rotas. A pesar de que tenía mis propios motivos para el llanto, lloré al ver las imágenes del funeral de estado.

Soy incapaz de desligar el desastre del Yak de mi propio desastre, y el dolor de aquellos días tiene de trasfondo la imagen de 62 ataúdes cubiertos por la bandera de España. La vida siguió, por supuesto, porque eso es lo que hace. Y, sin embargo, cuando supe que Federico Trillo había sido nombrado embajador en Londres, recordé de golpe aquellos féretros. La nueva dignidad del ex ministro de Defensa me pareció una burla, una injusticia, un ultraje.

Aquel avión destrozado en Trebizonda debería haber supuesto el fin de la vida pública de Trillo. Porque hacer política es asumir la responsabilidad sobre todo aquello que, en última instancia, depende de ti. Supongo que Trillo jamás vio de cerca el ruinoso Yakolev, pero fue el responsable de que despegara. Trillo no hizo aquellas identificaciones desmadradas que acabaron con los cuerpos metidos al tuntún en cualquier sitio, pero a él correspondía la obligación de pedir rigor a los forenses por mucho que se demorasen los trabajos.

Hizo mal su tarea en ambos casos: el avión se estrelló y las familias fueron ominosamente engañadas en aras de la foto solemne de las honras fúnebres. Sesenta y dos ataúdes que contenían despojos mezclados de hombres muertos en el ejercicio del deber porque otros no habían cumplido con el suyo. No entiendo como Trillo pudo seguir haciendo vida pública con semejante horror sobre la conciencia, y no me sirve la letanía de que los tribunales ya dictaron sentencia absolutoria: la ley puede fijar las consecuencias de la responsabilidad penal o civil, pero por encima de ambas está la deuda moral que uno asume cuando ostenta un cargo público.

El ex ministro de Defensa jamás quiso pagar esa deuda. Y, lo que es peor, tampoco sus superiores se preocuparon de que lo hiciera. Si de verdad ha llegado otro momento a la política, es nuestra obligación recordar al gobierno que actuó desde la pura miseria ética. Y que sólo les queda pedir perdón de rodillas por la falta de piedad demostrada.