Casi seis años. Al menos 300.000 muertos. Decenas de miles de desplazados. Miseria. Aún humea Alepo y Vladimir Putin anuncia un alto el fuego en Siria. Otro más. Probablemente tan frágil como los anteriores, ojalá que no tan efímero.

En unos días se estrena un documental de Hernán Zin que debería ver todo el mundo. Seguramente, no será así. Le darán premios en festivales independientes; elogiarán al director ítalo-argentino; adorarán la idea de contar la vida de siete niños que lograron huir del infierno aunque sus nuevas vidas no sean -ni mucho menos- las que esperaban. Pero no muchos la verán. Y no será determinante su impacto.

Si lo fuera, a continuación habría que modificar las políticas europeas sobre los refugiados; habría que abrir algunas fronteras para que nuestra conciencia pueda, al fin, descansar; habría que analizar por qué el presidente ruso -y el norteamericano- pueden decidir cuándo se detiene, se empieza o se acaba una guerra.

Habría que pensar hasta qué punto resulta razonable que Angela Merkel deba sentir dinamitada un poco más su popularidad cada vez que ocurre una tragedia como la de Berlín. Y hasta dónde se lucrarán el mensaje populista y el xenófobo de las barbaridades cometidas por locos adoctrinados con astucia y con odio.

Habría que averiguar, también, por qué España solo ha acogido a 898 de los 17.860 refugiados que pactó amparar antes del próximo septiembre: solo el 5 por ciento. Habría que analizar por qué Europa, histórica y orgullosa defensora de la libertad y de los derechos humanos, ha observado casi sin inmutarse, y lo sigue haciendo, la tragedia y el éxodo sirios.

Pero, probablemente, nada de esto ocurrirá. Para ser justos, probablemente tampoco ocurriría si se visionara masivamente el documental de Zin. O, quién sabe, tal vez sí. Porque solo el tráiler ya pone los pelos de punta. Las primeras imágenes invitan a preguntarte qué estás haciendo con tu vida, y de qué te lamentas, si hay miles y miles de personas con existencias miserables -en el mejor de los casos- ahí al lado; vidas por las que nadie, o casi nadie, hace nada, o casi nada.

Nacido en Siria retrata la vida de unos niños que han logrado fugarse del caos más perverso posible, uno que nunca debieron ver, y trasladarse a un lugar del que esperaban mucho, pero que bien poco les está ofreciendo.

Ninguno de estos siete niños forman parte, afortunadamente, de los 16.000 que han perdido la vida en la guerra, según los siniestros números del Observatorio Sirio de Derechos Humanos.

No, ya no ven atrocidades. Alguno de ellos pensó, y así lo dice, que si cruzaba el mar acabarían sus problemas. Pero ya han visto que no es así: en absoluto desaparece su infortunio por haber eludido los combates. Aquí no hay bombas de racimo cayendo de los cielos; no hay combatientes del ISIS cortando cabezas, y mostrándolas como botín de venganza, o como arma ejemplarizante. No, en Europa no hay nada de eso, aunque debamos sufrir, cada vez con una regularidad más trágica e inquietante, terribles atentados de miembros o simpatizantes del Daesh.

Los niños de Zin y tantos otros, ya no viven ese infierno, afortunadamente. Pero, aunque sean de otro tipo, aún son enormes las dificultades que afrontan los recién llegados.

El país de acogida acoge poco y establece numerosos problemas. En el suyo siguen cayendo bombas impunemente al tiempo que se firman flacos acuerdos, mientras se acumulan los muertos en las calles hasta alcanzar cifras insoportables.

No es extraño que, en este tiempo de Reyes Magos, los niños dejen de creer en sus mayores. Para qué van a hacerlo, si no hacen otra cosa que matarse entre sí.