El debate sobre el avance tecnológico y cómo, progresivamente, la tecnología sustituye trabajos que antes desempeñaban personas se remonta ya a hace varios siglos. 

Desde la revolución industrial, hemos visto cómo la sociedad trataba de dar cobertura a los desempleados, de tejer una red para intentar proporcionar bienestar a los excluidos. Una red mejorable, de gestión cada día más compleja, y que condiciona las ayudas a la situación de exclusión, lo que desincentiva la búsqueda de empleo al generar tasas impositivas marginales brutales sobre cualquier posible nuevo ingreso. 

Ahora, vemos cómo, cada vez más, la sustitución de personas por máquinas no se limita ya a los trabajos aburridos, mecánicos, sucios o peligrosos, sino que se extiende. A medida que avanza la tecnología, una máquina puede llevar a cabo cada vez más trabajos o más tareas de determinados trabajos, y además, hacerlo mucho mejor, de manera más previsible, con más calidad y mucho más barato.

El supermercado de Amazon es solo una constatación más: los cajeros están destinados a la extinción. También los conductores: el futuro de la automoción no es la asistencia al conductor, sino su sustitución total. Y el futuro apunta a mucho más, incluso a sustituir a quienes toman decisiones analizando contextos complejos. Quien no lo quiera ver, es simplemente porque no mira atentamente. Y no, la solución no es desinventar la tecnología.

¿Qué vamos a hacer las personas a medida que las máquinas hacen nuestros trabajos? ¿Está preparado el sistema de coberturas para acoger a cada vez más personas? Podemos pensar en re-cualificar a algunas, pero sin duda, no a todas: ni siquiera está claro que vayan a surgir tantas nuevas profesiones como empleos perdidos. Todo apunta, más bien, a que avanzamos hacia una redefinición de lo que el trabajo significa en la sociedad. 

El debate sobre cómo reconfigurar una sociedad basada en premisas obsoletas es cada día más urgente: posponerlo solo nos lleva a estirar más una situación defectuosa, que lleva a muchos a ser engañados por falsos y aterradores profetas que prometen lo imposible. Trasladar ese debate y sus consecuencias al mediocre escenario político, aislarlo de etiquetas fáciles y simplificaciones ramplonas, y presentarlo como lo que es, como la absolutamente necesaria adaptación a una nueva era, es fundamental para evitar la exclusión, para impedir la quiebra brusca de un sistema anterior que lleva años dando pruebas de ser insostenible.

Asistimos al fin de un sistema. Y si esperamos que las cosas mejoren haciendo lo mismo de siempre o sin hacer nada, tenemos un serio problema.