En la España moderna ha habido dos alcaldes: Enrique Tierno Galván y Rita Barberá. Y sin embargo sería difícil encontrar a dos políticos tan opuestos. Si acaso les unen la muerte, que se llevó a ambos casi a la misma edad, con una diferencia de meses, y la gloria. La gloria porque, más allá de polémicas, de siglas y de épocas, ambos se granjearon el cariño de las multitudes.

Las victorias electorales de Rita eran tan arrolladoras que la izquierda quiso ver en ella a una populista avant-la-lettre. Que no lo era, lo ha dejado claro Pablo Iglesias este miércoles en el Congreso al negarle un minuto de silencio.

El auténtico populismo es el que considera que el pueblo no debe de sentirse concernido por aquellas leyes que entiende injustas, pero también el que juzga y condena sin necesidad de que los tribunales dicten sentencia.

Rita transformó una ciudad entera. No fue una santa. Tenía grandes virtudes y grandes defectos. Era implacable. Y podía ser intransigente. Pero nadie ha demostrado que metiera la mano en la caja.

Ahora se la investigaba por un delito que negó hasta el último día: el pitufeo, la financiación irregular de la campaña electoral en pequeñas cantidades, una práctica que hasta suena ridícula en quien decidió el destino de millones y millones de euros.

Es desconcertante que el mismo partido que celebra la excarcelación de Otegi, condenado por terrorismo, boicotee la expresión de respeto a una parlamentaria que acaba de fallecer enfrente mismo del Congreso y tras cuarenta años en el ejercicio de la política y ninguna condena a sus espaldas.

Rita Barberá ya es historia. Eso sí, tuvo tiempo de adecentar una plaza en Valencia con el nombre de Tierno Galván para disfrute de todos. Incluidos quienes no pensaban como ella.