A mí el control de los aeropuertos me pone enfermo. Vigilo mi maleta de reojo como si llevara dos hilos de hachís, uno de cocaína, panceta de cerdo y muchas botellas de perfume de más de cien mililitros. Cuando me acerco me voy quitando el cinturón, descargo los bolsillos y me miro los pies pensando que calzo las botas de Esquilache. Luego cojo una bandeja, vacío las monedas, saco la cámara de fotos, el ordenador, la tarjeta de embarque, las llaves y miro dónde leches he dejado la cartera con el DNI. Todo eso mientras el señor del arco del triunfo me mira como si me conociera o sospechara que llevo explosivos de calidad en la mini maleta. Es una inquietud cercana al ridículo. Basta con observar las caras del resto de pasajeros para comprobar que a todos, en el control de los aeropuertos, se nos pone mueca infantil de presunto y maleante en ciernes.

Otra de las cosas que me pasan es que elijo siempre la cola que va más lenta. Esa en la que siempre hay uno que ha olvidado sacar el desodorante y la colonia de aseo y le pita treinta veces porque lleva la hebilla grande, el móvil en la mano, veinte pulseras de plata y las llaves de toda la comunidad de vecinos en el bolsillo trasero. Ahí es cuando resoplo como una vaquilla en toriles y rezo el revés para que no se note.

La experiencia va más allá al cruzar el arco: es algo parecido a ir vestido con el camisón de mi madre porque no llevo nada encima que pueda pitar. Pues bien: pita. Claro que pita. Y abro las palmas de la mano, enarco las cejas y aprieto la boca. “No sé qué puede ser”, les digo. “No llevo nada”, añado.

-Es aleatorio.

¿¡Aleatorio!?

Llevo pisando aeropuertos desde hace años y si por cada azaroso silbido del arco hubiera comprado un cupón de la ONCE, hoy sería Bill Gates. La chica de la cinta me mira con condescendencia y me pongo en la marca de los pies como un reo. Allí levanto las manos, me pasan la máquina de los explosivos por las palmas y rezo para no haber tocado nada en los últimos metros. Siempre pienso que me he apoyado en la barra del bar y el anterior era terrorista y ahora voy con las yemas llenas de azúcar glas que pueda ser inequívocamente sospechosa.

-Puede pasar.

Sonrío. La máquina siempre me bendice con la fe bautismal de los castos y limpios de contrariedades. Sigo adelante. Pero lo hago con el miedo a que me hayan robado el reloj, la cartera, el ordenador, la cámara, las llaves y el billete de avión. Porque en ese momento en el que te hacen la embarazosa prueba de explosivos siempre se quedan tus pertenencias a la buena de Dios Padre en la cinta.

A veces recuerdo los tiempos en los que volábamos felices y confiados. Con cortaúñas, colonias y cremas de manos. El arco no era aleatorio y pasabas tranquilamente con tus trastos y tu ordenador. Ninguno se descalzaba, no veías calcetines rotos y nadie te palpaba como en un peep show. Y si lo hacía era porque le gustabas… ¡Quítese todo! Ñam.