Lo peor de la Mesa de Negociación que se escenificó el miércoles por la tarde en la Moncloa, ocurrió por la mañana. O sea, antes de empezar. Concretamente, en la sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados.

Ilustración: Javier Muñoz

Sánchez acababa de eludir la pregunta de Casado sobre cómo piensa "garantizar la igualdad entre los españoles", con el más socorrido de los tópicos, dentro del género "lecciones, las justas". ¿Cuál es el problema del PP? Pues que "ustedes confunden la igualdad con la uniformidad".

Entonces le tocó el turno a la portavoz de Junts, Laura Borràs, en plena huida hacia delante para convertir la imputación por amañar contratos, que beneficiaron a su peña, en parte de la persecución de la Justicia española contra el independentismo. La literalidad de su pregunta planteaba "qué le corresponde hacer al Gobierno", tras el crecimiento rampante, "durante los últimos diez años", del voto a los partidos catalanes empeñados en separarse de España.

En lugar de contestar con la obviedad de que al Gobierno le corresponde aplicar las leyes que forman parte del orden constitucional; en lugar de alegar que ésa es la única fuente de la legitimidad de los electos para ejercer competencias tasadas; en lugar de pararle los pies, replicando que el titular exclusivo de la soberanía es el pueblo español en su conjunto, Sánchez cometió el aparente error de recoger el guante.

"El independentismo no ha obtenido la mayoría de los votos en ninguno de los cinco comicios celebrados durante esa década", replicó el presidente. Entrando, para más inri, en la distinción entre "mayoría de escaños" y "mayoría social".

El corolario también era manido donde los haya: reconozcan ustedes el pluralismo de la sociedad catalana. Borràs podrá ser corrupta, pero no tonta. Sánchez se lo había puesto, como quien dice, "a huevo" y ella no desaprovechó la ocasión de emplazarle para la posteridad: "¿Si consiguiéramos la mayoría social, la reconocerían? Está por ver".

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Que Sánchez se dejara llevar al huerto en el que le esperaba la interpelante sólo podría obedecer a dos razones. La más obvia, que el riesgo de que se configure esa "mayoría social" independentista fuera prácticamente nulo o al menos muy remoto. Pero resulta que, en las dos últimas elecciones autonómicas, la suma de Junts, Esquerra y la CUP ha sobrepasado el 47,5% de los votos, con lo que bastaría un progreso de tan sólo el 5% de esa casi media Cataluña, o sea, un trasvase del 2,5% de un bloque a otro, poco más de cien mil votos, para que la hipótesis otrora descabellada se hiciera realidad.

Borràs no desaprovechó la ocasión de emplazarle para la posteridad: "¿Si consiguiéramos la mayoría social, la reconocerían?" 

Sólo queda por lo tanto pensar que Sánchez quiso quedar deliberadamente rehén de su dialéctica. O sea, que no fue error sino cálculo. Que no hubo improvisación -¿cómo iba a haberla si conocía, por adelantado, el tenor de la pregunta?- sino estrategia. Una estrategia temeraria a más no poder.

Es esta perspectiva la que convierte en siniestra la rutilante iluminación de la superproducción de la tarde, que presentó a un racista inhabilitado por desobediencia como Torra con hechuras de noble estadista. Un hombre de apariencia razonable y hablar pausado, dispuesto a encauzar sus fundadas reclamaciones, a través de la serenidad de una mesa de diálogo. A su lado, el entonces imputado y hoy procesado por cuatro delitos relacionados con el 1-O, Josep María Jové, hombre clave de Esquerra como lugarteniente del convicto Junqueras.

¿Cómo no darles cincuenta mil votos más a cada uno de estos dos partidos tan institucionales o, mejor dicho, tan institucionalizados por el atril de la Moncloa? Para cualquier votante dudoso, la cuota de pantalla y los honores rendidos a los 'indepes' deberían zanjar la cuestión.

Es tan persistente y notorio el blanqueamiento de los golpistas de octubre, que cualquiera diría que eso es lo que Sánchez desea que suceda. O sea, que dentro de unos meses, cuando Torra disuelva el Parlament, cinco minutos antes de que su inhabilitación sea firme, los negociadores tengan que afrontar que más de la mitad de los catalanes hayan votado por primera vez a favor de los separatistas.

Eso ayudaría a Sánchez a fomentar, con la retórica barata de que hay que asumir el veredicto de las urnas, el apoyo social a una solución pactada para Cataluña, cuya concreción ni siquiera vislumbra. A lo máximo que llegan los ideólogos gubernamentales es a decir que estaría a mitad de camino entre el actual marco constitucional -deliberadamente omitido tanto en Moncloa como en Pedralbes- y la ruptura unilateral. Sería una especie de mal menor en el que instalarse, para seguir tirando unos años más.

¿En qué consistiría? Seguro que, a base de tanto reunirse, algo se le ocurrirá a alguien. Eso es lo que venía a decir la portavoz María Jesús Montero, cuando en medio de su intrincada farfolla de lugares comunes y construcciones sintácticas imposibles, apeló a la búsqueda de "propuestas imaginativas". Sólo le faltó convocar un concurso de ideas, en pos de algo que suponga al mismo tiempo una cosa y su contraria.

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Decir que los hipotéticos acuerdos "se formularán dentro del marco de la seguridad jurídica" es no decir nada. Hasta las peores dictaduras se jactan de ser Estados de Derecho. Todos los fusilados por el franquismo, desde Companys a los últimos de Hoyo de Manzanares, lo fueron "en el marco de la seguridad jurídica", simplemente porque estaban en vigor leyes e instituciones que permitían aplicar la ominosa pena capital.

Es lo que venía a decir María Jesús Montero cuando apeló a la búsqueda de "propuestas imaginativas"

Si el vigente "marco de seguridad jurídica" no sirve, se crea otro y ya está. ¿O no era acaso eso lo que pretendían las llamadas "leyes de transitoriedad", encaminadas a legitimar la Declaración Unilateral de Independencia? Habría bastado que los poderes públicos se hubieran cruzado de brazos para que emergiera una situación de hechos consumados, con el ropaje de la legalidad. De eso es de lo que estamos hablando también cuando se plantea la reforma del Código Penal para rebajar las penas por sedición.

Es verdad que la actual composición de los altos tribunales sería un problema para que determinados enjuagues pasaran el filtro de la constitucionalidad. Por eso al PSOE le corre tanta prisa renovar el Consejo del Poder Judicial y el propio Tribunal Constitucional y acaricia un plan alternativo, en el caso de que el PP se atrinchere hasta que se recupere el consenso sobre el modelo territorial.

¿Cuál sería ese plan b? Por supuesto, cambiar por ley el sistema de renovación de los órganos constitucionales, hasta crear un nuevo "marco de seguridad jurídica" que permitiera al Gobierno explotar su precaria mayoría parlamentaria.

En cuanto un par de magistrados más inclinaran la balanza hacia el hoy trío minoritario que suele encabezar el juez Xiol, el TC se convertiría en un coladero que facilitaría esa transición a la inversa: el paso de la ley, a la ley para hacer desiguales a los españoles. Lo que ya pudo ser, si el alto tribunal no hubiera afeitado hace diez años aspectos clave del Estatuto vigente. Algo que, por otra parte, está silenciosamente en marcha, como consecuencia de la capacidad de coacción de los nacionalistas. No hay más que ver la diferencia entre la evolución del índice de paro en el País Vasco y en su limítrofe Cantabria.

Pero la simple ampliación de lo que podríamos llamar la brecha identitaria -cuanto más distinto te proclamas, más privilegios obtienes- sería, como digo, el escenario del mal menor. Una "inmoralidad", tal y como la definió Bono el martes, en su brillante apertura del Foro Camilo José Cela, con la que habría que convivir.

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El drama sería que no fuera suficiente. Porque todo el cálculo de Sánchez se basa en que, al final, los separatistas se conformarán con vender a precio de oro su permanencia en el Estado y eso les dará a Iglesias y a él una o dos legislaturas de estabilidad en el poder. ¿Que, entre tanto, el estímulo de la desigualdad corroería las bases mismas de la existencia de España...? Bueno, el problema tendrían ya que resolverlo otros.

Pero la simple ampliación de lo que podríamos llamar la brecha identitaria -cuanto más distinto te proclamas, más privilegios obtienes- sería, como digo, el escenario del mal menor

Pero podría ocurrir que, a la hora de la verdad, hasta ese elemental pragmatismo de seguir avanzando paso a paso brillara por su ausencia y los separatistas decidieran volver a intentarlo, yendo a por todas, como hace tres años, sólo que desde una mejor correlación de fuerzas.

Es imposible tratar a los fanáticos como si fueran personas normales. No hay más que fijarse en el aquelarre de Puigdemont este sábado en Perpiñán o en las surrealistas últimas declaraciones de Junqueras, explicándole al director de El Nacional que el Estado español es tan "vengativo" que el Supremo o la Audiencia Nacional le citaban a declarar, "a propósito", las vísperas de los cumpleaños de sus hijos, para causarle "mayor dolor".

Sea como fuere, Sánchez e Iglesias nos han devuelto a aquella tremenda boca del lobo de octubre del 17, de la que nos sacaron el Rey, el fiscal Maza, el juez Llarena y la movilización de la España de los balcones. En eso consiste su tan blasonado "reencuentro". Sólo que ahora ya estamos mucho más cerca de la negra garganta en la que regurgita el ácido fúlvico. Y a quien alegue, señalando a las instituciones vascas, que si hemos logrado domesticar a los tigres del terrorismo es porque la música del diálogo amansa a las fieras más terribles, convendría recordarle que la diferencia estriba en que jamás nadie ha logrado incorporar a un lobo a ningún número de circo.