Paola de Bélgica

Hace mucho tiempo que no hablo de los reyes. Y no me refiero a los de aquí (ni a los de allá) sino a todos en general y a los europeos en particular. Acabo de tropezar con unas imágenes actuales de Paola Ruffo di Calabria (83), esposa de Alberto II de Lieja, que reinaron en Bélgica durante 20 años. Alberto sucedió a Balduino el católico, fallecido mientras se encontraba de vacaciones en Motril con Fabiola, su esposa española.

Los reyes Balduino y Fabiola no tuvieron más hijos que los hijos de sus hermanos, así que, por voluntad de Leopoldo III, el trono le correspondió a Alberto de Lieja, hermano de Balduino, casado con Paola, la princesa más bella de Europa.

Alberto y Paola eran la antítesis de Balduino y Fabiola. Unos, devotos y conservadores. Otros, desmadrados y licenciosos. Todos salían en la revista Point de Vue, el correo del Gotha.

Alberto había conocido a la princesa Paola cuando asistía a la coronación del Papa Juan XXIII. El encuentro terminó en boda y dio mucho juego. Hacían buena pareja, pero se empeñaban en desparejarse continuamente. Alberto ligó con una baronesa y tuvo una hija que se llama Delphine Böel que también sale mucho en las fotos. Paola no se quedó atrás. Un día la pillaron abrazada a un fotógrafo de Paris Match en una playa de Cerdeña. El escándalo estuvo servido. Alguien llamó a capítulo al Rey y a la Reina pidiéndoles cordura.

Por una vez hicieron caso y poco a poco empezaron a sosegarse. La pareja tuvo 3 hijos: Felipe -el mayor- que reina desde 2013 y está casado con Matilde d'Udekem d'Acoz; Astrid, que tiene sus partidarios, y Laurent, el golferas de la familia.

Los actuales reyes belgas son discretos y afables, sigilosos. No dan que hablar, pero tampoco llegan a la candidez de Fabiola. En la corte nadie traza comparaciones entre los reyes de ayer y los de hoy, pero mi memoria selectiva vuela alto y recordando el glamour yeyé de los años sesenta, cuando el cantante Adamo compuso una canción en honor a la reina de Bélgica: Paola, dolce Paola.

Pablo Iglesias

A Pablo Iglesias le cabrá el honor de haber competido en notoriedad con el fundador del PSOE. Cuando llegó no era nadie. Mejor dicho, solo era alguien que se llamaba como el histórico abuelo del socialismo español. Andando el tiempo, Pablo Iglesias solo quedó uno: un redicho profesor universitario apodado “el coletas”.

Para más señas era uno de uno de los agitadores fundacionales del movimiento 15-M, cuyo décimo aniversario motiva a los finos analistas en recuerdo de las alegres acampadas de la Puerta del Sol. El movimiento de los indignados se convirtió en partido y el partido se hizo color y luego nombre.

Caminaban siempre en pelotón, como las falanges macedónicas, como los extras de Bertolucci en Novecento. Y así llegaron al Congreso en las elecciones generales de 2015. Los viejos diputados se detenían para verlos pasar. Eran los chicos de la pandilla, todo un espectáculo.

Hasta esta semana, siete años después de la fundación de Podemos, el 11 de marzo de 2014, al son que marcaba Pablo Iglesias, a quien seguían Monedero, Íñigo Errejón, Carolina Bescansa, Rafael Mayoral y un racimo de nombres que se fueron desgranando con el paso del tiempo hasta casi desaparecer.

La semana última ha estado cargada de simbolismo. Pablo se ha cortado la coleta y ya no es el que era. Antes de transitar hacia el corte garçon estuvo una temporada con el moño puesto. Un moño castañeta, que le daba aires de abuelita. En realidad fue el moño lo que indujo a Pablo a hacer una confesión sobre las verdaderas razones de cortarse el pelo. “Por los niños, que se pasaban el día tirándote de las greñas”, comentó.

De paso, Pablo ha conseguido que el espejo le devuelva su imagen de niño bueno. Se parece a Santo Domingo Savio (“abajo el vicio y el pecado”), patrón de parturientas, acólitos, estudiantes y monaguillos.

Belmonte y Craviotto

Serán los dos atletas encargados de llevar la bandera española en el desfile triunfal por el estadio olímpico de Tokio. La pareja está encantada. No me extraña, aunque mucha gente desconfía de la celebración de los JJOO de este verano. Yo guardo un llavero del año pasado con la inscripción Tokio 2020, la Olimpiada que nunca existió. La distopía, ciertamente, le proporciona carácter de joya.

A falta de 68 días para que comiencen los Juegos de la pandemia, y nuestros abanderados, Saúl Craviotto y Mireia Belmonte se paseen por las arenas del estadio agitando la bandera española, todavía quedan algunas dudas. Empezando por la propia Mireia, que sufre una dolencia conocida por el “hombro del nadador”.

Japón vive momentos de angustia. La vacunación es lentísima, pero el Gobierno está empeñado en que se celebren los Juegos por razones económicas y prestigio internacional, si bien encuentra la resistencia de su opinión pública. Solo el 20% de los japoneses está a favor. El resto prefiere que se suspenda la cita olimpica ante la persistente amenaza de la pandemia. En Japón el modo de vida y las costumbres no favorecen la difusión del virus (existe menos incidencia que en Europa). Solo el 2% de la población tienen las dos dosis de la vacuna completas.

Días atrás, el COI firmó un contrato con Pfizer para vacunar a todos los atletas. Los japoneses estaban indignados. No entendían que los privilegios recayeran en los deportistas, mientras ellos eran vacunados a cuentagotas.

Mientras, el gobierno adopta medidas draconianas para proteger a atletas y directivos, periodistas y personalidades. No consta que a Tokio vayan a ir los turistas en masa. Quienes han hecho recuento de las celebrities que viajarán al país del Sol Naciente solo pueden dar fe de un personaje internacional: Emmanuel Macron. A él no le queda más remedio porque tiene que recoger la antorcha olímpica que presidirá los Juegos de París 2025.

Pequeño Nicolás

Hombre pequeño, impostor grande. La primera vez que vi a le petit Nicolás fue en Madrid, con motivo de uno de esos viajes del Papa que inundaban de gente el Paseo de la Castellana.

Sería Juan Pablo II, pero podía haber sido Hugo Chávez (RIP). Un reportero se acercó a Nicolás, que entonces era bastante más pequeño que ahora, y le puso una alcachofa en la boca para hacerle una pregunta sobre el Pontífice. Entonces empezó a largar como un loro. Desde aquel día le hemos llamado siempre “el pequeño Nicolás” y no ha dejado de hacer de las suyas.

La pequeñez de Nicolás, sin embargo, no es producto de su tierna edad sino de sus pobres aspiraciones en la vida, más centradas en el parecer que en el ser: “Lo único que quería es tirarme el pisto”. Así ha explicado a los jueces en qué consiste su lunático afán de hacerse grande por imitación.

En sus delirios de grandeza se hizo pasar por emisario del Rey y de la entonces vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, para impresionar a las fuerzas vivas de Ribadeo y hacer “un viaje pomposo”, según sus propias palabras.

Ahora resulta que la historia del pequeño que se quería hacer mayor antes de tiempo puede acabar en la cárcel. Siete años en la trena le pide la Fiscalía por usurpación de funciones, falsedad en documento y cohecho activo. No tenía ninguna necesidad de hacerse mayor tan deprisa, ¡con lo bien que le habría ido de cotorra en un reality de la tele!

Aún está a tiempo. El enjambre de cámaras y micrófonos que le arropan a las puertas de la Audiencia Provincial de Madrid es un buen comienzo. De ahí a Supervivientes.

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