Carles Campuzano (Barcelona, 1964) es un huérfano político. En 2020 abandonó el PDeCAT, la marca con la que se había reinventado Convergència Democràtica de Catalunya, su partido de siempre. En él empezó a militar con poco más de veinte años a finales de los años ochenta y llegó a ser portavoz en el Congreso de los Diputados, coincidiendo con el procés.

Ahora dirige la asociación Dincat, que representa a las personas con discapacidad intelectual en Cataluña, y mira el escenario político desde la grada.

Con extrema puntualidad, aparece al otro lado de la pantalla en la videollamada concertada para esta entrevista, antes de la cual se habla de cómo la pandemia ha modificado el funcionamiento ordinario del Parlamento español en el que tanto tiempo estuvo como diputado.

La entrevista se actualizará después por mensajes para valorar el plantón del Govern en funciones al Rey, en el aniversario de SEAT en Barcelona. 

¿Cómo encara un nacionalista catalán como usted las próximas décadas, después del fracaso del procés?

Jaume Vicens Vives decía en su Noticia de Cataluña que una característica de la sociedad catalana, del país catalán, de la nación catalana, es la "vocación de continuidad". Yo creo que el procés, en el fondo, no deja de ser también la expresión de una cuestión fundamental que es la afirmación de Cataluña como nación. La voluntad de ser nación y de llegar hasta las últimas consecuencias de esa afirmación de ser nación.

Desde ese punto de vista, que es lo fundamental, la voluntad de Cataluña de ser reconocida como nación y aspirar al máximo poder político y al máximo reconocimiento nacional, eso va a continuar a pesar del fracaso del procés.

¿En qué términos políticos? Pues ni van a ser los de antes de 2012 ni los que existieron hasta 2017. Hemos entrado en una nueva fase de la historia de Cataluña y de sus relaciones con España, pero en lo sustancial no hay modificación de fondo. Y por tanto, no puede haber nostalgia de la época tranquila de los ochenta y los noventa, donde no había conflicto, pero tampoco vamos a culminar aquello que fracasó en octubre de 2017.

Las nostalgias, tanto una como otra, son ahistóricas. Estamos, como digo, en una nueva fase de la realidad catalana, social y política, con impacto lógicamente, como siempre ocurre, en la realidad española. 

¿No peca de anacrónica una reivindicación de soberanía en la tercera década del siglo XXI?

Comparto la premisa de la pregunta. Efectivamente, hoy la soberanía ya no es lo que era. Especialmente en el espacio europeo, donde las soberanías, por definición, son compartidas. Pero precisamente por eso creo que Barcelona y Madrid deberían tener una discusión sobre la soberanía en el marco catalán y en el marco español menos trágica, menos épica, de la que hemos tenido hasta ahora.

Eso no apela solo al independentismo catalán, sino también a quienes dicen que en España la soberanía es única e indivisible, porque no lo es, es compartida. Lo que está planteando Cataluña, en el fondo, es que en este contexto de soberanías compartidas y limitadas por la economía, qué soberanía Cataluña puede tener y qué soberanía está dispuesto a compartir el Estado español. Yo creo que en esa dirección hay un enorme recorrido político para encontrar fórmulas de acuerdo.

Se han cumplido veinticinco años de la primera victoria electoral de José María Aznar. Una de las cuestiones más comentadas está siendo el Pacto del Majestic entre el PP y CIU, que el presidente defendía en una entrevista en EL ESPAÑOL como un buen acuerdo para todas las comunidades, no solo Cataluña. Aznar, por otra parte, asegura que en ese punto se había llegado al límite del desarrollo autonómico. 

Yo coincido con una idea: el último gran salto en el reconocimiento de poder político para Cataluña y de reconocimiento de la singularidad nacional de Cataluña en el marco español es el Pacto del Majestic. Desde entonces, en estos veinticinco años, no ha habido otro salto igual.

Supuso, entre otras cosas, que los Mossos d'Esquadra fuesen la Policía integral de Cataluña, con la cesión de las competencias de Tráfico; supuso la asunción de una demanda histórica del catalanismo, como era la supresión de los gobernadores civiles; supuso el entrar en el gobierno de los puertos de Barcelona y Tarragona; supuso la transferencia de las políticas activas de empleo... Desde el acuerdo del Majestic, nunca más Cataluña ha tenido un incremento del autogobierno como el que se produjo en aquella ocasión.

Ahora bien: ¿Eso agotaba las demandas de reconocimiento nacional y de poder político? No. Y sobre todo, a partir de la mayoría absoluta del año 2000, Aznar intenta no solo cerrar el proceso, sino hacer retroceder en ese reconocimiento de la realidad nacional catalana. 

Yo defiendo la autonomía y el autogobierno, ha sido positivo y se debe a la capacidad de incidencia del nacionalismo catalán en Madrid. Por lo demás, desde antes de estos veinticinco años lo que ha ocurrido es que si el modelo constitucional partía de la distinción entre nacionalidades y regiones y del reconocimiento de las comunidades que habían obtenido su autogobierno antes de la aprobación de la Constitución [durante la II República se aprobaron los estatutos catalán, vasco y gallego] es decir, de un modelo asimétrico, con el tiempo, y sobre todo a raíz de la LOAPA, justo después del 23-F, es evidente que ese espíritu constitiucional quedó relegado. 

Lo que no puede ser es que lo que reclamen los andaluces marque el límite de lo que puedan reclamar los vascos o los catalanes

¿Por qué le molesta al nacionalismo catalán la igualación por arriba de las competencias autonómicas?

Porque casi nunca es por arriba. El "café para todos" sirve casi siempre para decir que Cataluña no puede ir tan lejos. Otra cosa es que Cataluña, igual que el País Vasco y Galicia, como mínimo, tiene una realidad histórica, lingüística, cultural, constitucional, jurídica y una voluntad de ser que la definen como una nación, lo que no ocurre en otros territorios de España. Eso no es en menoscabo de nadie. Es una realidad que la Constitución reconoce, como he dicho antes.

Campuzano, durante su etapa de diputado en el Congreso. EFE

Al final supongo que la opinión del pueblo debe contar. Hace poco hemos vivido el 28-F y es evidente que la reivindicación autonomista en Andalucía encontró amplio respaldo. No parece que sea una región desprovista de singularidades, ni de historia propia. ¿No tienen el mismo derecho al autogobierno?

Nota a pie de página: y además en Andalucía sin cumplir las previsiones legales, del referéndum...

En fin, fue un matiz [en Almería no se alcanzó el porcentaje de síes exigido en cada provincia para proclamar la autonomía andaluza, dada la alta abstención. Apenas un 4% votó no al Estatuto] 

Se hizo una aplicación flexible de la Ley para permitir que la voluntad expresada en ese referéndum fuese efectiva. Y me parece bien, pero es bueno recordarlo, que en Almería no se cumplieron los requisitos. Esto es bueno recordarlo porque en otros años hemos vivido exigencias legalistas.

Pero más allá de eso, Andalucía puede aspirar al máximo gobierno que los andaluces deseen, pero lo que no puede ser es que lo que reclamen los andaluces marque el límite de lo que puedan reclamar los vascos o los catalanes. Seguramente en la España que habla básicamente castellano Andalucía es la que tiene una singularidad más importante, fruto de su historia, sin lugar a dudas. 

Si nos fijamos en Artur Mas, el procés tiene un componente de drama político innegable. Fue su principal impulsor y terminó siendo desalojado de la Generalitat, humillado por la CUP, que dijo que había que barrerlo por corrupto. Ahora, el 14-F se ha certificado la defunción política de lo que fue Convergència, porque yo creo que el movimiento de Puigdemont es otra cosa. 

Estoy de acuerdo en que Junts Per Catalunya es otra cosa. Sí, el procés ha sido una trituradora de líderes y de partidos políticos. El mapa que ha irrumpido el 14-F no tiene nada que ver con el del otoño de 2010 o incluso septiembre de 2015.

No es solo que Convergència haya sido destruida, es que hoy nadie en el Parlament quiere reivindicar su legado. Ha aparecido la extrema derecha, Vox; hay un partido de extrema izquierda como la CUP; el PSC ha recuperado posiciones pero no es el de la época de Pascual Maragall... Por tanto el procés ha transformado el mapa político. Pero si miramos el mapa político de Alemania, Italia o Francia en estos diez años también se ha transformado profundamente.

¿Ha merecido la pena?

Hoy la respuesta es que no. El balance nos dice que este proceso no ha valido la pena. Pero la Historia nos lo dirá. La aspiración de reconocimiento nacional y de mayor poder político se ha frustrado, la situación política catalana está empantanada y eso se traslada al conjunto de España.

Parte de la crisis de gobernabilidad española tiene que ver con Cataluña, por su peso demográfico, económico, cultural y político. Es muy difícil que las cosas vayan bien en España con un Cataluña en la situación en la que está. 

Hablar de la aspiración de independencia es hablar de números. Si nos vamos a los resultados en las elecciones autonómicas, y sobre el total del censo, los independentistas obtuvieron en 1984 el 33% de los votos, un porcentaje que solo se ha superado en 2017, en el punto álgido del desafío independentista, y que el 14-F retrocedió al 26%. Son porcentajes que se antojan raquíticos para un movimiento como el que se llevó a cabo hace cuatro años. 

Menos raquíticos que el movimiento de los que defienden mantener el actual statu quo. Son muchos menos los que defienden el principio de que nada se va a tocar y de que nos tenemos que quedar como estamos. Lo que sabemos es que la sociedad catalana, en relación a la aspiración de la independencia, está más o menos partida. Eso fue así en las elecciones con mayor participación, las de 2017, con una ligera diferencia de quienes no querían la independencia en favor de quienes sí la querían.

Y eso nos obliga a todos a ser capaces de buscar soluciones políticas que vayan más allá del 50%. Es un error afirmar que el resultado del 14-F mandata la constitución de la República, pero sería también un error decir que no hay legitimidad democrática en las demandas del independentismo.

Pero lo cierto es que el independentistmo no ensancha la base entre los nacidos fuera de Cataluña o con ese origen, tampoco el constitucionalismo en el otro lado. 

Un independentista más ortodoxo que yo le diría que se ha pasado desde un independentismo marginal a uno que aspira a ese cerca del 40% de los electores. A mí esa respuesta no me satisface. Porque efectivamente, todo el ciclo desde 2012 hasta ahora refleja que los sentimientos de identificación nacional en Cataluña desde 1980 han sido bastante estables. Y por lo tanto, la ambición que debe tener el independentismo es que su proyecto seduzca no solo a los que tienen una fuerte identificación nacional, sino al resto de catalanes. Y ahí es evidente que hay mucho trabajo por hacer. 

En ese sentido, el éxito de la generación de Jordi Pujol, Joan Raventós, Josep Benet o Francisco Candell, que venían de las tradiciones católica y de izquierdas, unos y otros, es que entendieron que el proyecto político que tenía que formularse en Cataluña, dado el cambio demográfico por las migraciones que estaban llegando del resto de España, no podía basarse en que había unos catalanes y otros que no, sino que catalanes eran todos los que vivían y trabajaban en Cataluña y querían ser miembros de esa comunidad.

Esa idea de los años sesenta debe actualizarse en los términos de la tercera década del siglo XXI. Es un tema de fondo que obliga a repensar muchos de los postulados del soberanismo. 

Es una mala noticia que un partido que cree que las empresas son un problema tenga demasiada influciencia en la gobernabilidad

Se habla del referéndum como solución, sin embargo experiencias como la del brexit no parecen abonar la tesis de que sea una vía idónea. Bastaría preguntarle a los millones de británicos que votaron a favor de la permanencia en la UE, que no parece que estén ahora muy contentos. 

Sobre el brexit creo que la posición hoy del Reino Unido es más débil, en términos de capacidad de decidir. En cuanto a la pregunta de si el referéndum es la vía idónea en sociedades divididas, creo que ese es el reto, articular soluciones que aspiren a obtener mayorías que sean superiores al 51%.

Enrico Berlinguer, el que fuera secretario general del Partido Comunista Italiano, decía que "no hay que gobernar pensando solo en el 51% de los que te han votado". Esto es un reto tanto para el bloque independentista como para el bloque constitucionalista. En los dos tiene que haber renuncias y tiene que haber decepciones. 

¿Qué análisis hace de los disturbios callejeros de estos días?

Tienen explicación pero no tienen justificación. Yo creo que el Govern ha tardado demasiado tiempo en ser contundente en la descalificación de la violencia. Otra cosa es que entendamos que hay malestares sociales que si no se canalizan adecuadamente, en Barcelona o en cualquier sitio, pueden tener consecuencias y problemas en la calle. 

La fuga de empresas fue clave en el procés, cuando muchas anunciaron que abandonaban Cataluña.

El nuevo Govern debe marcarse como una prioridad el retorno de las sedes sociales de las empresas que se marcharon, aunque no dejaran su operativa. Pero esto es un mensaje que se lanza al mundo económico, el hecho de ser un país amable con las empresas, donde hay seguridad jurídica. Todo desde la convicción de que las empresas son las que crean los empleos estables y de calidad que permiten sustentar y financiar nuestro Estado del bienestar. 

Eso con la CUP, quién sabe incluso si dentro del Govern, ¿es posible? 

Digamos que para eso es una mala noticia que un partido que cree que las empresas son un problema tenga demasiada influciencia en la gobernabilidad de Cataluña. Esperemos tener un gobierno que entienda que sin empresas, grandes, medianas y pequeñas, no hay empleo y que sin empleo no hay Estado del bienestar. Me parece que es un básico, y la CUP en ese básico no está. 

¿Qué le pareció el acto conjunto de empresarios catalanes y su grito de "Ya basta"? 

Fue un acto muy potente y transversal, que agrupa a todo el mundo empresarial, desde Foment y PIMEC hasta el FemCat y la Cámara de Comercio de Barcelona. Poca broma. El tejido empresarial reclama prioridad para la creación de riqueza y empleo y reformas e inversiones para garantizar la prosperidad a medio plazo. El bloqueo político preocupa y mucho. El nuevo Govern debe atender sus reclamaciones. Nos jugamos el futuro del país.

¿Y el boicot del Govern a la visita del Rey a la SEAT?

La visita es una muy buena noticia para el sector de la automoción en Cataluña. Somos un país que fabrica coches y no podemos quedar al margen de las revoluciones que está viviendo al sector. Y el Govern debe estar al lado del sector en estos momentos y eso es plenamente compatible con los ideales republicanos y la crítica a la monarquía. Los gestos de boicot son un gesto estéril que no sirven para nada positivo.

Una empresa que ha funcionado muy bien es el Barça. Pero ahora está en momentos de cambio y difíciles. 

El Barça es una institución global, probablemente la que proyecta mejor lo que es Cataluña y lo que es Barcelona, y esa institución está en crisis. Lo estamos viendo estos días. Está en una situación económica muy complicada. Pero seguramente es una de las instituciones más significativas de la sociedad catalana, y cuando le va bien tiene una proyección favorable. Es uno de los intangibles más potentes que tienen Barcelona y Cataluña. Espero que la Junta que se eliga este domingo sea capaz de revertir la situación.

¿Se atreve con un pronóstico?

Ojalá ganase Víctor Font, he seguido su candidatura y tengo relación con gente de su equipo, es un tipo muy interesante. Pero creo que Laporta ha partido con mucha ventaja. 

Si gana, ¿será distinto en lo político?

Sí, Laporta ha madurado. Y por eso será distinto en muchas cosas, también en lo político. Yo creo que hoy la aspiración que tiene alguien que aspira a gobernar una institución como el Barça es no solo pensar en ese 51% del que hablábamos. Yo creo que Laporta eso lo tiene claro. 

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