Cuando Pi y Margall, unos pocos años después de haber sido presidente de la I República, publica su célebre obra Las Nacionalidades enseguida salieron al paso críticos al respecto que ponían el dedo en la llaga sobre el problema de base que plantea una federación para España. Uno de esos críticos, Manuel de la Revilla (rival de Menéndez Pelayo en la famosa polémica de la ciencia española), elaboró una reseña de la obra de Pi y Margall, en la Revista Contemporánea (15 de mayo de 1877), en donde se ponían de manifiesto las contradicciones, tanto históricas como propiamente políticas, del planteamiento federal para España.

Descarta Revilla un origen histórico de España que tuviera algo que ver con una federación, pero sobre todo subraya el absurdo político que representaría una constitución federal de España. Dice así, “la federación nunca ha sido otra cosa que un medio para llegar a la unidad, pero jamás se ha aplicado a la organización de naciones ya constituidas”.

Las provincias, continúa Revilla, “no son un todo independiente, sino partes de un todo superior que ellas no han constituido por pacto”. En definitiva, zanja Revilla con una lógica aplastante, “el federalismo aplicado a la organización interior de naciones ya constituidas, es un fatal y peligroso absurdo”.

Emilia Pardo Bazán, por su parte, en su audaz novela La Tribuna (o, bueno, audaz es sobre todo su protagonista femenina), hace una sutil objeción al federalismo en ese mismo sentido (“los federales quieren hacer de España lo mismo que haría un mal cirujano cortando los dedos de una mano para después unirlos de nuevo con saliva”, algo así dice uno de los personajes), y el mismo Unamuno, ya durante la II República (precisamente durante su período constituyente) repite la crítica de Revilla al federalismo, diciendo con total lucidez que, en España, “lo que se llama federar es desfederar, no unir lo que está separado, sino separar lo que está unido” (Unamuno, La promesa de España, El Sol, 14 de mayo de 1931).

Y es que, en efecto, es imposible reunir lo que ya está unido -y España lo está, aunque ni siquiera por una vía federativa-, a menos que antes se separe. De este modo el federalismo camina junto al separatismo en este punto intermedio, aunque tenga como fin último, en contraste con el separatismo, reunir de nuevo lo separado. Pero si el fin es reunir, ¿para qué separar?; y, sobre todo, una vez permanecen separadas las partes ¿qué garantías hay de poderlas reunir de nuevo?

Recientemente Margallo, el que fue ministro de Asuntos Exteriores con Rajoy, habló de “técnicas federalistas” para dar “solución” al problema “territorial” español. Pero resulta que aquí no existe tal problema territorial, sino un problema ideológico que ha permitido que las facciones separatistas hayan campado por sus fueros en todas las instituciones del Estado, sin que nadie les ponga freno. Es más, todos lo han justificado como “aspiraciones legítimas” por su respaldo democrático, llevando a la nación a un serio riesgo de descomposición.

Y la “solución federal” es un completo absurdo (no se puede unir lo que ya está unido) para solventar lo que no es sino, más que un problema -el del “encaje territorial”-, un pseudo problema. El problema está en el separatismo, y no en la unidad territorial de España.

Que nos cuenten, los políticos actuales, qué van a hacer para sacar las “sucias manos” separatistas de las instituciones españolas.

Si no tienen un plan para esto, un plan para sacar al zorro del gallinero, lo mejor es guardar un pitagórico y ascético silencio (decía Pitágoras que si lo que vas a decir no es mejor que el silencio, cállate), y así evitar la recaída en el absurdo, un absurdo como es el de la pretensión de solucionar el problema separatista a través del federalismo.