Julian Assange pasó siete años encerrado en la embajada de Ecuador. Es decir, viviendo siete años un domingo por la tarde que se alargó hasta el pasado jueves. Desde 2012, acumuló las pequeñas depresiones de ese momento fatídico de la semana, y viéndolo pisar la calle otra vez, fuimos conscientes de hasta dónde nos puede llevar un domingo mal gestionado. A priori, las embajadas parecen divertidas. También es mala suerte caer en la de Ecuador en Inglaterra, como tropezar dos veces con la tristeza. Si me tengo que esconder algún día, lo haré en la embajada italiana en Madrid. Me conformo con una ventana mirando a Mildford y una hamaca en el césped.

Pocas horas después de fotografiar el primer agujero negro, la humanidad presenció al primer ser humano que sale vivo de un invernadero de domingos. Es un pionero, que ha tocado con los dedos manchados de su propia mierda los límites de la existencia en chándal. La chenoa definitiva. Se ha pasado el aburrimiento.

Los lunes tendrán toda la mala fama, pero acaban con la tragedia: Assange no tuvo nunca un lunes que llorar. Hay una regla no escrita que se cumple a rajatabla: nadie visita voluntariamente un domingo. Assange no tenía otro modo de vida, convirtiendo la embajada ecuatoriana en la sede mundial de las bridgetjones. La operación policial, por lo tanto, fue más delicada que una simple captura de alguien reclamado por la justicia de otro estado. Estaba en juego sacar a ese hombre al mundo.

Los agentes entraron a la guarida para arrancarlo de raíz, hallándolo en el pozo de mantas, mala televisión y comida basura donde había caído. Era un desesperado crónico que en realidad disfrutaba del rango de fugitivo en libertad, consumidas sus energías de Robin Hood de las causas perdidas —idiotas—.

Se colgó el lazo amarillo de los políticos que juzga Marchena, una de las performances más caras que le hemos pagado a Cataluña. No se le puede reprochar la autodestrucción a ese tipo hundido en el bucle de domingos. Por el balconcillo, su única vía de escape estos años, entraba la luz fatídica de Londres, la ciudad en la que Camba sucumbía existencialmente. Assange tenía, además, la conciencia de ser objeto de una conspiración internacional. Y es como si resumiera la parte del mundo que llama “hijo” a sus perros y que sospecha de las vacunas. Al periodista gallego le quedaban sus paseos en la niebla y el escudo de la ironía. La perspectiva de Assange también era irónica: iba a ser más libre en la cárcel.