Recibí un mensaje en el que aparecía su nombre acompañado de tres palabras inesperadas si estás a punto de cumplir 24 años: “se ha muerto”. El whatsapp era terrible por su concreción, no había nada más, sólo la tinta digital que pesa toneladas en los bolsillos de quienes conocieron a Miguel Prieto, al que una malformación en una vena de la cabeza le descontaba horas desde el día que nació, haciendo click –y después silencio– hace menos de un mes.

Cayó a plomo sobre la acera, como si lo hubieran desconectado de repente, y subió a la ambulancia sonriéndole al conductor que pensó que estaba borracho, a los amigos que cogieron de las solapas al malaje y al ayudante de la muerte que le enseñaba el cartelón del descuento desde lejos al tipo de pelos rizados que se sentaba en el banquillo para siempre: 12 horas. Al día siguiente, en casa de Miguel sólo quedaba su cuerpo.

No sé si en realidad debería escribir sobre la muerte de alguien al que dudé recordar tras leer su nombre. Teníamos amigos comunes que constituían un puente que no cruzamos hasta esta Navidad. Habíamos coincidido en las noches de diciembre cordobesas durante la trashumancia que hacemos algunos por la primera adolescencia en esas fechas. Quizá nos dimos la mano cinco veces. Recuerdo lo flaco que era, el abrigo de Nochevieja con los cuellos de borrego que le daba aspecto de espía ruso en el exilio –“camarada Miguel”– y su voz grave en el Angelillo, la pausa adulta que marcaba en la conversación sobre fichajes que manteníamos apoyados en la barra; son las tres secuencias que aparecen de vez en cuando en el esquinazo donde lo veo y lo escucho desde el segundo que tardé en hacer coincidir su cara con la sombra. Aún mantiene el porte que da el seseo a quien no se avergüenza de escucharse. 

La obsesión moja la ropa, es un ácido que corroe, quizá esta columna sea una expiación para ver si Miguel acaba yéndose. Está siendo un duelo a la inversa: cada nuevo fin de semana hay otra razón para mezclar su memoria con Jäger. Vi a sus amigos llorar mientras Toto le cantaba al viento de Sierra Morena, justo antes de que el alcohol empezase a tomar sus propias decisiones. La primavera empezaba a masticarse en aquel porche. Vi llorar a la chavalilla de Barcelona el sábado en Madrid mientras bailaba en la discoteca la primera canción que se enviaron. El efecto siempre es el mismo: detrás de la pena rompe una ola de optimismo como si hubiéramos repostado la consciencia de estar vivos aprovechando el yacimiento de su recuerdo. Una alegría egoísta, la gasolina del que está vivo; gracias a él sabemos que siempre estamos a un palmo de ser aplastados, que no queda nada al apagarse la luz.

Lloré yo también una noche arropado hasta las orejas en mi cama de siempre con un llanto incontenible y duro porque en realidad lloraba por mí mismo, entendí más tarde, cuando el susurro grave de Miguel se había esfumado y sólo quedaba el sollozo de quien no entiende cómo la vida se hace reversible enterrando a primas de 28 años, a los conocidos de 23, dejándonos en esa bruma tan asquerosa pensando si seremos nosotros los siguientes o quién, a ver, si no es demasiado tarde para descolgar el teléfono, resolver lo pendiente. Si pensar a largo plazo, la historieta de tener perspectiva, madurar como si nos quedara una vida por delante –tiene gracia ahora–, no está tan enormemente sobrevalorado.