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La tribuna

La barbarie contra el arte

El autor, periodista y escritor, sostiene que tanto Oriente Medio como África necesitan profundos cambios desde dentro.

1 diciembre, 2015 03:00

Viendo las fotografías de los monasterios, esculturas y templos arrasados por el autodenominado Estado Islámico (EI), busco caballos y pájaros que, según Borges, pueden salvar unas ruinas, mas no los hallo. Es conmovedor el espectáculo del arte desolado: Ernst Jünger, el escritor-soldado alemán, durante un bombardeo aliado, se subió a la azotea de su hotel con una copa de borgoña para ver cómo incendiaban París los nazis. Al final, algunos generales alemanes desobedecieron a Hitler y la capital francesa siguió siendo la más bella (esos generales gustaban de ir con sus amantes a París y debieron de pensar que no era buena idea echar fuego al fuego).

Los terroristas de EI usan la pólvora, que permitió acabar con los castillos y con el feudalismo, para volver a la Edad Media. El calendario árabe viaja por 1435: aún no se ha celebrado la última misa en Santa Sofía; Colón aún no ha puesto la primera letra, la “g” de “genovés”, en la palabra “globalización”. Lo único que separa a los musulmanes de la democracia es el paso del tiempo. En los últimos años, los yihadistas han cortado las flores en Túnez, Egipto y Libia, y han detenido la Primavera Árabe; pero igual que el cristianismo, tras la Inquisición y la Contrarreforma, tuvo su Concilio Vaticano II, en el mundo árabe llegará el día en que la política y la religión se suelten de la mano. De momento, hay un pueblo islámico que defiende la igualdad de sexos (el tuareg); ha habido mujeres al frente del Gobierno en Pakistán, Turquía e Indonesia; y un pequeño país, Líbano (el único árabe que no tiene desierto), acoge a 1,2 millones de refugiados sirios.

En un homenaje que le tributaban en el Palacio del Elíseo, Víctor Hugo iba recibiendo a los representantes de las distintas naciones: “Señor, el representante de Inglaterra”. “¡Inglaterra! ¡Ah, Shakespeare!”. “Señor, el representante de España”. “¡España! ¡Ah, Cervantes!”. “Señor, el representante de Mesopotamia”. Por primera vez, vieron dudar al genio, hasta que exclamó: “¡Mesopotamia! ¡Ah, la Humanidad!”.

¿Qué fue de aquella Humanidad? ¿Qué fue de las tablillas de arcilla asirias y babilónicas, qué de las primeras ciudades y los primeros códigos legales? ¿Qué fue de Alejandro Magno uniendo culturalmente Occidente y Oriente, qué de Agatha Christie viajando en el Orient Express de Londres a Mesopotamia para visitar yacimientos arqueológicos…? Hasta hace unos años, en el imaginario europeo anidaban los cuentos de Las mil y una noches, únicas armas empleadas por una mujer para derrotar el odio de un sultán insomne. Hoy en día, en ese imaginario anidan musulmanas sometidas por el fanatismo religioso.

Marsillach le preguntó a Dalí por qué en uno de sus cuadros había una niña que levantaba el mar y veía debajo un perro dormido; Dalí le contestó: “Porque una vez, cuando yo era niño, levanté el mar y debajo estaba un perro durmiendo”. Si hoy levantara el mar de algunas playas europeas, se encontraría con niños muertos como perros. Los refugiados que huyen de la antigua Mesopotamia son los centroeuropeos que huían a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial; son los españoles que huían a Francia al terminar la Guerra Civil. La imagen del niño sirio ahogado nos turba tanto como la de Antonio Machado huyendo en una ambulancia (es posible que ya llevara en el bolsillo del gabán el verso que empuñaría contra la muerte: “Estos días azules y este sol de la infancia”).

El arte suele sucumbir frente a la barbarie: la nobleza rusa quemó sus palacios para que Napoleón se marchara consternado.

“Comienza el incendio del mundo”, escribió Ortega en su diario el día que empezó la Primera Guerra Mundial. Unas semanas después, los alemanes bombardearon la catedral de Reims. El escritor francés Romain Rolland pedía a Alemania “una voz, una sola voz libre… pero ninguna habló”. Los intelectuales exclamaron al unísono: “Que mueran todas las obras maestras antes que un soldado alemán”.

El músico norteamericano David Crosby no entendía cómo el Sgt. Pepper’s de los Beatles, “tal alarde de belleza y audacia”, no era capaz de detener la Guerra de Vietnam.

Sin embargo, a veces el arte se rebela, o alguien se rebela en su nombre: los palacios de la Alhambra se salvaron gracias a Boabdil, que los entregó a Fernando “el Católico”.
En Inglaterra, las obras de Dickens hicieron que el Gobierno mejorase los asilos, que algunos ricos crearan fundaciones benéficas y que aumentasen las limosnas a los niños desvalidos.

Con lo que ha ganado por los derechos de autor, Dominique Lapierre ha podido “curar a un millón de tuberculosos, sacar a nueve mil niños de la miseria de los suburbios de Calcuta y construir 540 pozos de agua potable”.

Los países musulmanes tienen una tasa de analfabetismo del setenta por ciento. Los talibanes no querían que las niñas fueran a la escuela (ni siquiera podían sonreír —una sonrisa era castigada con palizas—). El EI ha impuesto una nueva educación en la que niños y niñas están segregados; en las clases les enseñan el nuevo mapa con los países en los que quieren restaurar el califato (como buenos fanáticos manipulan la Historia, incluyendo Asturias en al-Ándalus).

Resulta curioso que la mayor organización terrorista de la Historia se denomine Estado Islámico, pues esa expresión no aparece en el libro bajado del cielo a Mahoma: el Corán (en ninguna página se llama al profeta jefe de Estado). EE. UU. fracasó al intentar exportar la democracia a Afganistán lanzando bombas y alimentos. Malala, la niña paquistaní a quien los talibanes dispararon en la frente por defender la educación femenina, dijo en las Naciones Unidas con una sonrisa: “Un niño, un profesor, un lápiz y un libro pueden cambiar el mundo”.

Oriente Medio y África necesitan profundos cambios desde dentro: el derecho a la educación de todos los niños, la lucha contra la corrupción; acabar con el golpismo de los señores de la guerra y con los reyezuelos pintorescos que llevan tantas joyas que no pueden caminar; frenar la superpoblación, un mayor control de la ayuda humanitaria, Estados laicos —sin Ministerios de la Religión—. Pero también necesitan el apoyo de Occidente, que no debe volver a financiar a grupos islamistas, ni a dictadores que gasean a civiles, ni a industrias armamentísticas que tienen en el mundo árabe su mayor mercado (ni intercambiar petróleo por armas). Y sí debe establecer una política común que fije de manera solidaria, pero realista, la cuota de refugiados que puede asumir cada Estado; creando centros de registro y acogida, y alcanzando acuerdos bilaterales con los países de origen para que las mafias no se aprovechen de la inmigración ilegal.

Aunque los árabes estén en 1435, hay una diferencia fundamental con nuestro siglo XV: la revolución tecnológica. Gracias a ella, en el imaginario africano y oriental están las camisetas de Messi y Ronaldo, los teléfonos móviles, la prosperidad… En Ruanda, veinte años después del genocidio, el Gobierno ha llegado a un acuerdo con Microsoft en el ámbito educativo. Los millones de dólares que han destinado allí varios países occidentales son la base de la argamasa que necesita cualquier democracia: la clase media.

Me parece pueril el pacifismo absoluto: hay guerras justas, como la que declararon las democracias al nazismo; como la que ahora deberían declarar al Estado Islámico. Una de las sirias que se han refugiado en Líbano es una niña a la que una ONG pidió un dibujo: con un lápiz, pintó a una niña atormentada que huye de la guerra escondiéndose en el fondo del mar. El arte contra la barbarie.

***José Blasco del Álamo, periodista y escritor, es autor del libro Azaña será ejecutado.

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