Hoy por hoy, la mejor manera de poder curar enfermedades es el diagnóstico precoz. Gracias a un chequeo rutinario, los médicos han podido detectar a tiempo el cáncer de Borja Semper, portavoz nacional del PP y vicesecretario de Cultura del partido, como él mismo anunciaba a principios de semana. Cuanto antes se detecte, más fácil será combatirlo. Y en eso trabajan investigadores de todo el mundo, España incluida, que buscan desarrollar nuevos métodos de diagnóstico cada vez más sofisticados, fiables y asequibles.
En ese sentido, buena parte de las esperanzas de la comunidad científica están puestas en los biosensores capaces de usar el sistema de edición genética CRISPR, que sin embargo tienen una desventaja difícil de superar: su fragilidad y la necesidad de contar con refrigeración constante para mantener su eficacia.
Ahora, en un avance que podría democratizar el acceso a los diagnósticos médicos más avanzados, un equipo de investigadores del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) ha logrado crear sensores desechables que pueden almacenarse durante meses a temperatura ambiente y que cuestan unos 50 céntimos de dólar por unidad.
"Nos centramos en diagnósticos a los que muchas personas tienen un acceso limitado", afirma Ariel Furst, profesora de Ingeniería Química en el MIT y líder del equipo de investigación, en un comunicado de prensa. Con su propuesta "la gente ni siquiera necesitaría estar en una clínica para utilizarlo, podrían hacerlo en casa".
Esta innovación, detallada en un estudio publicado en la revista ACS Sensors, podría permitir la detección temprana y muy barata de una amplia gama de enfermedades, desde el cáncer hasta infecciones como el VIH o la gripe, especialmente en regiones y países con pocos recursos.
El cortacésped genético
Los biosensores desarrollados hasta la fecha por Furst y su equipo para el diagnóstico de enfermedades se basaban en un electrodo de hoja de oro, laminado sobre plástico y recubierto con hebras de ADN. Cuando una molécula objetivo, como un gen canceroso, está presente en una muestra, se activa la enzima Cas12, la gran responsable de la eficacia del dispositivo.
“Si Cas12 está activada, es como una cortadora de césped que arrasa con todo el ADN del electrodo, y eso apaga la señal”, explica Furst. Además, este cambio en la corriente eléctrica puede medirse con un dispositivo sencillo, similar a los medidores de glucosa portátiles.
Los sistemas CRISPR-Cas son capaces de editar la información del ADN.
Sin embargo, el talón de Aquiles de esta prometedora tecnología era su dependencia de moléculas muy inestables y frágiles. En versiones anteriores, el ADN se degradaba rápidamente, por lo que los sensores no podían almacenarse durante mucho tiempo y requerían condiciones de conservación a baja temperatura muy controladas, limitando drásticamente su utilidad fuera del laboratorio o entornos clínicos.
La nueva solución del equipo de MIT es un recubrimiento de alcohol de polivinilo (PVA), un polímero que cuesta menos de un céntimo por cada sensor. El proceso es sorprendentemente simple: una vez que el ADN se ha fijado al electrodo de oro, se deposita una pequeña gota de la solución de PVA y se deja secar al aire durante 12 horas.
Una vez seca, esta película protectora delgada y transparente "parece crear una barrera muy fuerte contra los principales agentes que pueden dañar el ADN, como las especies reactivas de oxígeno que pueden dañar el propio ADN o romper el enlace de tiol con el oro y arrancar el ADN del electrodo”, sostiene Furst.
Para usar el sensor, el proceso es igualmente sencillo. La capa de PVA se disuelve completamente en pocos minutos con solo añadir agua, dejando el dispositivo listo para analizar cualquier muestra. Fotografías tomadas durante el estudio muestran cómo la película protectora teñida de rojo para hacerla visible se enjuaga sin dejar rastro en el electrodo.
De la teoría a la práctica
Con el objetivo de comprobar la eficacia del recubrimiento, los investigadores lo sometieron a diversas pruebas. Así consiguieron demostrar que los sensores protegidos por esa capa de PVA pueden almacenarse durante al menos dos meses, incluso soportando temperaturas de hasta 65 °C sin perder su funcionalidad y eficacia.
Las pruebas de voltametría de onda cuadrada, una técnica para medir la señal eléctrica, confirmaron que, aunque la señal disminuía ligeramente después de 60 días de almacenamiento, seguía siendo inequívoca y útil para confirmar un diagnóstico.
La película de PVA se diluye en minutos con agua
Para validar este nuevo recubrimiento, el equipo dirigido por Furst sometió los sensores a un ataque directo con DNasa I, una enzima cuya función específica es degradar el ADN. Los resultados fueron contundentes: mientras que el ADN sin protección era destruido, el recubrimiento de PVA logró mantenerlo a salvo, preservando la señal del electrodo.
La prueba de fuego final fue demostrar su capacidad de diagnóstico tras el almacenamiento. Después de dos meses, los investigadores retiraron el recubrimiento de PVA y utilizaron los sensores para detectar el gen PCA3, un biomarcador del cáncer de próstata presente en la orina. El resultado fue inequívoco: fue capaz de activar la señal eléctrica.
Ahora, un grupo del laboratorio de Furst liderado por Xingcheng Zhou, la autora principal del estudio, ha sido aceptado en delta v, la aceleradora de empresas estudiantiles del MIT, con la esperanza de lanzar una startup para desarrollar y comercializar esta tecnología.
“Nuestro objetivo es continuar probando con muestras de pacientes para diferentes enfermedades en entornos del mundo real”, asegura Furst. “Nuestra limitación antes era que teníamos que fabricar los sensores in situ, pero ahora podemos enviarlos sin usar refrigeración. Eso nos permite acceder a entornos de prueba mucho más difíciles”, concluye.