Las claves
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El hecho de que a la firma del tratado de paz entre Israel y Hamás, basado en los veinte puntos del Plan Trump, no asistiera el primer ministro Benjamin Netanyahu ni ningún representante político de la banda terrorista ya era un mal presagio.
El plan se basaba en una idea que ya se arrastraba desde la Administración Biden y que, básicamente, suponía la entrega de armas de Hamás y su desaparición de la vida política y social de Gaza a cambio de una poderosa inversión árabe y el establecimiento de un Gobierno provisional que pudiera, pasado el tiempo, derivar en un Estado palestino.
Ambas cosas eran inadmisibles para las dos partes. Lo habían sido durante los años de Biden y lo habían sido antes de los atentados del 7 de octubre. Uno de los principales problemas es que, a Hamás, el Estado palestino le da absolutamente igual. Hamás es una milicia apoyada por Irán, Catar y Turquía con el fin de desestabilizar a Israel y cuyo objetivo no es liberar ningún país ni hacer regresar a ningún refugiado, sino, simplemente, sembrar el caos contra Occidente según las órdenes, sobre todo, de Teherán y Doha.
Los servicios de emergencia palestinos recuperar el cadáver de un hombre en Gaza este miércoles.
De hecho, es imposible desligar los propios atentados de las negociaciones diplomáticas que parecía que iban a desembocar en el reconocimiento del Estado de Israel por parte de Arabia Saudí, gran enemigo de Irán y Catar. Los cientos de muertos israelíes del 7 de octubre de 2023 no fueron sino un macabro señuelo para que el Gobierno de Tel Aviv reaccionara con desmesura, la opinión pública internacional condenara su exceso y, en consecuencia, los países árabes no pudieran seguir acercándose diplomáticamente al Estado hebreo.
Como organización prácticamente milenarista, cuyo reino no es de este mundo, negociar con Hamás es imposible. Se puede intentar, pero ocurre lo que ha ocurrido: lejos de entregar las armas y facilitar la implantación de un Gobierno consensuado, han dedicado los días del alto el fuego a represalias internas, ajusticiamientos públicos, regateos con la entrega de los cadáveres restantes de los rehenes y el habitual "menudeo" de ataques y guerra de guerrillas, el último de ellos en Rafah el pasado lunes, contra miembros de las FDI.
Las razones de Netanyahu
Todo ello podría pasarse por alto ante la evidente desigualdad de fuerzas, el hecho de que la comunidad internacional ahora parece volcada en la continuidad del proceso y el apoyo sin fisuras de Estados Unidos y su presidente, principal garante del acuerdo. Ahora bien, el problema es que Netanyahu tampoco quiere esta paz. Mucho menos sus socios ultraortodoxos, que directamente le piden la anexión de Gaza y Cisjordania y su inclusión de nuevo como parte del Estado de Israel.
Netanyahu no quiere una Administración fuerte en Gaza. De hecho, durante años miró a otro lado —él mismo lo ha reconocido— ante la financiación de Hamás por parte de Catar al considerar que eso alimentaba la desunión dentro del movimiento palestino y debilitaba a Mahmud Abbas y a Fatah. Si la Franja queda en manos incontrolables para Israel, con un ejército propio, por mucho que lo dirija en principio Estados Unidos, tarde o temprano, el Estado palestino irá cobrando forma… y eso es algo que la sociedad israelí, en su mayoría, no acepta. No es cuestión solo del Likud.
Esto no es nada nuevo para Donald Trump ni para su Administración. Trump ya sufrió estos vaivenes con Netanyahu durante su primer mandato y nunca negó el enorme disgusto que le causaba el doble lenguaje de Bibi. Tal vez si el primer ministro israelí no hubiera cometido el gigantesco error de atacar Doha, las cosas no se habrían acelerado tanto, pero aquello fue la gota que colmó el vaso para la Casa Blanca.
Trump le obligó a disculparse personalmente con el emir de Catar desde el propio Despacho Oval y no le dio la alternativa de negarse a ninguno de los veinte puntos de su plan.
Al primer despiste de Estados Unidos
Ahora bien, Trump sabía que iba a haber problemas. Por eso acudió en primera persona a Egipto a firmar los acuerdos. Por eso, en cuanto las cosas se complicaron mínimamente, y en previsión de que no se repitiera lo de febrero de este año, cuando una primera tregua saltó por los aires, mandó a su vicepresidente J. D. Vance como acompañante del enviado especial Steve Witkoff y de su yerno y pieza clave en los Acuerdos de Abraham, Jared Kushner.
Aunque Vance insistió en que su viaje no tenía la intención de controlar que los israelíes cumplieran con su parte del acuerdo, lo cierto es que siempre dio esa impresión… y el hecho de que la Knéset aprobara la anexión de los asentamientos de los colonos israelíes en Cisjordania fue considerado una provocación en toda regla. Provocación que Vance no se tomó especialmente bien, todo sea dicho.
Casualidad o no, lo cierto es que ha bastado con que la atención del Gobierno estadounidense se centrara por un momento en otra cuestión geopolítica —el presidente Trump se encuentra de viaje por el Asia-Pacífico, donde se reunirá el jueves con su homólogo chino, Xi Jinping, para negociar un acuerdo comercial relativo a las "tierras raras"—, para que Netanyahu haya dado el alto el fuego por terminado, citando el retraso en la entrega de los rehenes y las escaramuzas de Hamás en Rafah como principales motivos.
¿Se acabó la tregua?
La decisión de reanudar los "ataques potentes" sobre la Franja para acabar con lo que queda de Hamás, que se han saldado con al menos 100 palestinos muertos, incluidos 46 niños, según fuentes de las morgues de los hospitales del enclave y de la Defensa Civil Palestina, deja las mismas dudas de siempre: ¿hasta qué punto se centran solo en los militantes de la banda terrorista y hasta qué punto no son un castigo colectivo?
Los gazatíes se encuentran entre la espada de los yihadistas y la pared de los bombardeos, que se prolongan ya durante dos años sin que hayan servido de mucho: si Hamás sigue activa y los rehenes se han liberado en un 90% gracias a las distintas treguas que ha negociado Estados Unidos, ¿cuál es la utilidad de estos ataques?
Como se ve, no es ya un problema moral o de legalidad internacional —que también—, sino puramente práctico: incluso arropado por las máximas autoridades occidentales y árabes, Netanyahu sigue sintiendo que su única opción, como la del escorpión rodeado, es lanzar aguijonazos a diestro y siniestro.
Un hombre sostiene el cadáver de un niño asesinado durante el último bombardeo israelí en Ciudad de Gaza.
Según fuentes consultadas por el portal Axios, aunque la intención del primer ministro era avisar a Trump para que le diera "luz verde", al final "los acontecimientos se precipitaron". En otras palabras: prescindió por completo del permiso estadounidense.
Eso obligará ahora otra vez a la Casa Blanca a posicionarse en favor de su aliado —al fin y al cabo, es cierto, quien ha incumplido es Hamás— o leerle la cartilla —el Premio Nobel de la Paz de 2026 está en juego— por no tener suficiente paciencia y actuar de forma unilateral. La clave, probablemente, esté en los países árabes. Incluso en los peores momentos del conflicto, con cientos de muertos diarios y niños famélicos a los que se les negaba la ayuda, ni los Emiratos Árabes Unidos ni Baréin rompieron relaciones diplomáticas con Israel.
El mandatario republicano, inmerso en su gira asiática, defendió que Israel "debería responder" si sus soldados son atacados. Pero añadió que "nada" pondrá en riesgo el alto el fuego en Gaza. El Ejército israelí confirmó el miércoles que tras los bombardeos del día anterior volverá a ceñirse a los términos de la tregua.
Tampoco hubo un desafío a Occidente por parte de la Liga Árabe o de la OPEP, como ha sucedido en otras ocasiones. Ahora bien, la paciencia se puede acabar en cualquier momento y, sin los países árabes, no hay paz ni hay reconstrucción ni hay Nobel ni hay nada.
