Tel Aviv

Pasados 24 años de la icónica imagen de Yasser Arafat e Yitzhak Rabin dándose la mano bajo la atenta mirada de Bill Clinton en los jardines de la Casa Blanca en Washington, la paz entre Israel y Palestina todavía sigue esperando. Ese apretón de manos, repleto de esperanzas e incertidumbres, suponía el pistoletazo de salida de los Acuerdos de paz de Oslo (1993), gestados durante un año de intensos encuentros secretos entre israelíes y palestinos bajo auspicio de las autoridades noruegas.

Oslo supuso un punto de inflexión en el longevo conflicto de Oriente Medio, ya que por primera vez ambas partes enfrentadas lograron mirarse de frente y reconocer algo que parecía impensable: que el otro existe. Rabin y Arafat, que junto al entonces ministro de exteriores israelí Shimon Peres fueron galardonados un año después con el premio Nobel de la Paz, contaban con un turbulento historial.

Para los palestinos, Rabin fue el implacable ministro defensa que ordenó a los soldados del tsahal quebrar sin piedad los brazos y las piernas de los manifestantes palestinos que tomaron las calles en la Primera Intifada de 1987. Para los israelíes, Arafat fue el máximo instigador del terrorismo palestino desde que tomara las riendas como líder de Al Fatah y la Organización por la Liberación de Palestina (OLP). Arafat siempre alternó sus dos facetas: la de diplomático y la de guerrillero. El discurso que pronunció en 1974 en la sede de Naciones Unidas da fe de ello: “vine aquí con un ramo de olivo y la pistola de un luchador por la libertad. No dejen que el ramo de olivo caiga de mi mano”.

Los Acuerdos de Oslo fueron un marco repleto de simbolismo. Por primera vez en la historia, el nacionalismo político palestino aceptó el derecho de existencia de Israel, el gobierno hebreo reconoció a la OLP como representante legítimo del pueblo palestino, y ambas partes firmaron resolver sus diferencias mediante vías pacíficas.

Pero tan solo se quisieron diseñar los cimientos de un proceso previsiblemente arduo, por lo que los puntos más calientes se postergaron para el futuro: cómo repartir la soberanía de Jerusalén y sus lugares sagrados; el derecho al retorno de los refugiados palestinos que huyeron o fueron expulsados de sus tierras en el transcurso de la guerra de Independencia de Israel (o Nakba –desastre- palestina) de 1948; el porvenir de las colonias judías construidas en los territorios que Israel ocupó tras la victoria en la Guerra de los Seis Días (Gaza y Cisjordania); y como se definirían las fronteras definitivas del futuro estado palestino.

Básicamente, se decidió empezar por poner en marcha la Autoridad Nacional Palestina (ANP), una administración autonómica que se encargaría inicialmente de la gestión de las principales urbes palestinas, de donde las tropas israelíes se irían retirando gradualmente. Inicialmente, la ANP se puso a prueba en la ciudad de Gaza y en Jericó. A su vez, se acordó la división de Cisjordania en tres áreas: A, bajo plena soberanía palestina, que incluye los principales centros urbanos; B, bajo soberanía civil palestina y control militar israelí; y C, completamente gestionada por Israel, y donde están construidos la mayoría de los asentamientos judíos.



Confianza dinamitada

Los palestinos soñaban con lograr un estado independiente en su tierra de origen. Los israelíes, que por fin les reconocieran el suyo y les dejaran vivir en paz. Pero poco después de la firma de Oslo, los sectores más extremistas dinamitaron el proceso. El movimiento islamista Hamás, fundado en 1987 como organización vinculada e inspirada en el modelo caritativo de los Hermanos Musulmanes egipcios, cosechó un amplio apoyo social en la calle palestina tras implantar una sólida red de ayudas sociales en educación o atención sanitaria.

A su vez, su campaña de atentados y operaciones militares contra las tropas israelíes elevaron la popularidad de Hamás y se posicionó en la vanguardia de la lucha armada contra Israel. Pero Oslo y el giro conciliador de Arafat supusieron una bofetada a su principio fundacional de “erradicar Israel y restablecer el estado de Palestina basándose en sus fronteras históricas”. El posicionamiento de los islamistas fue que la postura defendida por Al Fatah suponía legitimar la ocupación israelí y renunciar definitivamente a la totalidad del área comprendida entre el río Jordán y el mar Mediterráneo.

A su vez, las recién fundadas fuerzas de seguridad de la ANP nacieron con la misión de cooperar con las tropas israelíes para desarticular células terroristas en Gaza y Cisjordania. La insalvable rivalidad entre las dos principales facciones palestinas ya era una realidad, y se produjeron enfrentamientos como el ocurrido en una mezquita gazatí en 1994, donde 15 simpatizantes de Hamás fueron tiroteados por las fuerzas de la ANP.

Ante la encrucijada, Hamás y otras facciones extremistas como la Yihad Islámica optaron por las bombas: en 1994 perpetraron una serie de atentados que hicieron volar por los aires autobuses israelíes repletos de civiles. El más destacado fue el de un suicida que se inmoló en Tel Aviv, causando 22 víctimas y más de 50 heridos.

La sangre derramada fue el arma arrojadiza idónea de la derecha israelí más extremista, contraria a hacer concesión alguna a los palestinos. Se gestó una atmósfera abiertamente hostil al primer ministro israelí: surgieron eslóganes pidiendo la “muerte a Rabin”, que era caracterizado en pósters vestido como un general nazi o envuelto en una kefiya (pañuelo árabe). Beniamin Netanyahu, entonces en la oposición, lideró marchas en Jerusalén y Ra’anana que tildaron al artífice de Oslo de asesino y traidor e incluso manifestantes llegaron a pasear un féretro con su nombre.

El 4 de Noviembre de 1995, durante una multitudinaria marcha en Tel Aviv en apoyo al proceso de paz, el extremista judío Yigal Amir disparó tres disparos que asesinaron a Rabin y dieron un tiro de gracia al proceso de paz.

El documentalista israelí de origen estadounidense Harvey Stein filmó un chocante relato titulado “Una tercera vía, colonos y palestinos como vecinos”, que trata la peculiar historia de un grupo de palestinos y judíos de Gush Etzion –bloque de asentamientos al sur de Jerusalén- que empezaron a trabajar codo a codo por la reconciliación inspirados en el difunto rabino Menahem Froman, que difundía el mensaje de que tanto judíos como musulmanes son hijos de Abraham y deben vivir juntos y en paz en esta tierra.

Oslo fue un buen inicio. Pero el problema fue que era muy dependiente de la combinación Arafat-Rabin. No detallaron el contrato, porque ellos se entendían personalmente

Tras años dando testimonio de las iniciativas de activistas sobre el terreno, Stein resalta el poder de cambio de los encuentros cara a cara. “Rabin y Arafat eran políticos y estaban en el nivel más alto de la sociedad. Tenían buenas intenciones, pero no le añadieron cimientos, nada cambió sobre el terreno”, dice. Y prosigue: “Si se retomara el proceso, sugeriría invertir unos millones de shekels en promover encuentros entre árabes y judíos en Cisjordania o crear escuelas mixtas. Medidas que ayuden a fortalecer las relaciones personales, porque cuando la gente se conoce es menos probable que quieran matarse”.

Emanuel Shahaf es un israelí que pasó 14 años como asistente en la oficina del primer ministro, incluido un periodo bajo mandato de Rabin. Cuando le recuerda, habla como si se trata de un verdadero padre, que en su criterio trajo con sus políticas una ola de esperanza y cambio. “Oslo fue un buen inicio. Pero el problema fue que era muy dependiente de la combinación Arafat-Rabin. No detallaron el contrato, porque ellos se entendían personalmente”, rememora. A su vez, considera que el proceso no fue internalizado por las instituciones de ambos bandos, que “tampoco conocían el plan a seguir”. Rabin fue asesinado y “el castillo se desmoronó, y cuando Netanyahu asumió su primer mandato (1996) rechazó el plan desde el inicio”, apunta Shahaf. Y recuerda que, a pesar de la buena voluntad de cara a la galería, Israel continuó con la expansión de las colonias en los territorios donde los palestinos aspiran establecer su estado, y que la ANP no cesó en su incitación al odio contra los israelíes.

El palestino Mohammed Beiruti, que fue en el pasado asistente del alcalde de Ramallah y activista de Al Fatah, destaca por su parte que “Oslo nos permitió a medio millón de palestinos volver a nuestra tierra de origen tras vivir exiliados en Jordania. Los palestinos cambiamos nuestra actitud después de Oslo, ya que aceptamos la existencia de Israel, así que no considero que fuera del todo un fracaso”.

Sin perspectivas de paz



Aunque una de las propuestas estrellas de Donald Trump tras aterrizar en la Casa Blanca fue anunciar a bombo y platillo que se veía capaz de lograr un deal definitivo para el longevo conflicto de Oriente Medio, la situación sobre el terreno no invita al optimismo. Tras una primera gira por la región que incluyó paradas en Jerusalén y Belén, el líder norteamericano no se mojó demasiado: pidió contención a Israel en la construcción en las colonias, afeó a Mahmoud Abas que la ANP siga pagando sueldos a las familias de palestinos que cometieron atentados, y en Washington afirmó que “no me importa si es un estado o dos, lo que las partes quieran”.

Su yerno y hombre de confianza Jared Kushner, junto al enviado especial para Oriente Próximo Jason Greenblat, han mantenido varios encuentros formales entre Jerusalén y Ramala recientemente, sin todavía esbozar una hoja de ruta concreta. El propio Kushner fue pillado in fraganti en una conversación privada reconociendo que veía poco probable enderezar el proceso.

Por su parte, Israel cuenta en la actualidad con el gobierno más derechista de su historia. La semana pasada, Netanyahu exclamó en un evento en la colonia de Barkan en Cisjordania que “estamos aquí para quedarnos para siempre. No habrá más desalojos de asentamientos en la tierra de Israel. En el pasado evacuamos casas y recibimos misiles a cambio”, señaló refiriéndose al desmantelamiento de los asentamientos en la Franja de Gaza en 2005.

Estamos aquí para quedarnos para siempre. No habrá más desalojos de asentamientos en la tierra de Israel

El premier hebreo está sometido a una constante presión por sus socios de coalición –los ultranacionalistas Avigdor Lieberman y Naftali Bennet-, que exigen acelerar la construcción de nuevas viviendas en los asentamientos e incluso hacer efectiva la anexión definitiva de Cisjordania. La mayoría de países de la comunidad internacional considera ilegales las colonias construidas más allá de la Línea Verde (que delimitó los límites del armisticio entre Jordania e Israel en 1949), pero el actual ejecutivo hebreo se opone frontalmente, y alega la conexión histórica y bíblica de los judíos con su tierra de origen, así como motivos de seguridad, para rechazar cualquier atisbo de retirada. Actualmente, se estima que entre 450.000 y 500.000 judíos residen en asentamientos ubicados en Jerusalén Este y Cisjordania.

En el lado palestino, la profunda división política, el nepotismo y el creciente desapego de la calle con sus líderes está jugando en contra de su causa. Hamás mantiene un férreo control en la Franja de Gaza desde que tomara el poder a sangre y fuego a sus rivales de Al Fatah tras la retirada israelí en 2005. En Cisjordania, Abas sigue al frente de la Mukata de Ramallah, aunque su mandato expiró en 2009.

Muchos le consideran un líder envejecido, con un entorno corrupto y, sobretodo, sin el carisma de Arafat, el único líder que logró unir a las distintas facciones. La Franja de Gaza, terriblemente castigada tras tres guerras entre Hamás e Israel entre 2008 y 2014 que costaron miles de vidas y daños en infraestructuras todavía sin reparar, sigue bajo bloqueo por tierra, mar y aire impuesto por Israel y Egipto. Sus dos millones de habitantes viven una situación de profunda crisis humanitaria, y tan solo pueden abandonar el enclave obteniendo permisos especiales de las autoridades israelíes y egipcias. Para más inri, Abas añadió más presión recientemente para debilitar a Hamás cortando los pagos de la electricidad que Israel suministra a Gaza, así como congelando el salario de miles de funcionarios dependientes de la ANP.

Harvey Stein considera que “Netanyahu frena la paz, y Abas –con quien se entrevistó en un encuentro con otros activistas israelíes- me pareció un soñador, pero ya renunció a la esperanza”. Pero considera que lo peor es que “no hay políticos que presenten y apuesten por modelos concretos. Es muy triste que sean los ciudadanos quienes tengan que traer políticas innovadoras y ellos no hagan nada”, dijo con enfado. Awni Almashni, palestino de una aldea cercana a Belén, opina que “Israel es la parte fuerte del conflicto. Ahora los palestinos debemos renegarnos y aceptar el 22% de la Palestina histórica. No es un gran trato, pero queremos paz”. Y añade: “los palestinos deben entender que no podemos continuar la vía armada, después de casi 100 años de conflicto la violencia casi termina con nosotros”.

¿Un estado, dos, federación?

Ante el estancamiento, la gran pregunta sigue siendo cual es la fórmula idónea para retomar las negociaciones y lograr un acuerdo. Antonio Guterres, nuevo secretario general de la ONU, reiteró en su reciente visita a la región que es necesario progresar en la solución de los dos estados, cuyo marco se diseñó en Oslo y sigue siendo la apuesta mayoritaria de la comunidad internacional. “Es necesario ver un estado palestino junto al israelí que vivan lado a lado, en seguridad, relaciones diplomáticas y paz para lograr poner fin al conflicto”, declaró en Jerusalén.

Las encuestas siguen presentando la fórmula de los dos estados como la preferida en ambos bandos. Un estudio publicado en febrero de este año situó en un 51% el apoyo en Israel, mientras que en los Territorios Palestinos fue de un 44%. No obstante, cerca de un 70% no veía posible conseguirlo a corto plazo. La partición del territorio y la creación de una Palestina independiente sigue siendo la apuesta defendida por Al Fatah y la ANP y el centroizquierda israelí. No obstante, Stein considera que los partidos de izquierda hebreos –el Partido Laborista y Meretz- están “envejecidos y carecen de propuestas y carisma”. Para Emanuel Shahaf, el concepto de la división no puede considerarse progresista, ya que “no hay izquierda que apoye la separación por cuestiones étnicas. En Europa hay estados de ciudadanos, no de etnias. Solo aquí hablamos de dos estados para dos pueblos”.

Los palestinos Awni Almashni y Mohamed Beiruti son integrantes del movimiento “Two Sates, One Homeland” (Dos Estados, Una Patria), formado por israelíes y palestinos que siguen defendiendo la carta de los dos estados, pero apostando por el acercamiento en lugar de la desconexión. Su plataforma política considera que “es necesaria una nueva visión basada en la igualdad y la tierra compartida, el respecto y el reconocimiento de la identidad y las derechos políticos de ambos bandos”. Según Beiruti, los judíos israelíes tienen la constante necesidad de reivindicar su arraigo a la tierra de sus antepasados: “no tengo en problema en reconocer que estuvieron aquí hace más de 2.000 años. Pero los palestinos también vivimos aquí hace miles de años, mi familia está arraigada a la tierra y no lo pueden negar. Al final, somos unos 6 millones de judíos y 6 millones de árabes viviendo en la misma región”, apunta. El plan que defienden es más ambicioso e idealista que el de los dos estados que se proyectó a partir de Oslo, que según ellos no soluciona ciertas cuestiones fundamentales. “Yo soy refugiado de un pueblo palestino que fue derruido al norte de Kyriat Gat, y nuestro sueño siempre ha sido poder volver”. A su vez, Beiruti defiende que los judíos puedan vivir libremente en el estado palestino “porque no hay necesidad de echar a más gente de sus casas”. Y añora la libertad de movimiento que existió en el pasado: “Queremos volver a la situación previa a la Primera Intifada, cuando los palestinos conducían hacia sus trabajos en Israel sin problemas, y los judíos venían a las ciudades palestinas a comprar y a comer. Hay que tumbar el muro, retomar el contacto y frenar la propaganda”, cree.

Otra alternativa sobre la mesa es la creación de un único estado en la tierra que comprende Israel, Cisjordania y Gaza. Pero se trata de una opción defendida por polos opuestos del espectro político: por un lado, la derecha más nacionalista de Israel, que presiona para que los palestinos acepten su derrota y renuncien definitivamente a cualquier atisbo de soberanía. Es la postura que defiende el Israel Victory Caucus, un lobby de parlamentarios israelíes que, como señaló su representante Daniel Pipes, haga entender que “tras un siglo, el conflicto está terminado”. Exigen que la comunidad internacional se olvide definitivamente de las negociaciones, anexionar todo el territorio y relegar a los palestinos en enclaves aislados sin derecho a votar. Por su parte, el extremismo palestino -abanderado por Hamás- sigue soñando con que tarde o temprano Israel será borrado del mapa y que históricas ciudades costeras como Haifa, Acre o Yaffo pasaran a estar bajo su dominio. En el espectro opuesto, movimientos progresistas también esgrimen la carta de un estado, pero compartido para los dos pueblos para garantizar la igualdad de derechos de todos los habitantes. Harvey Stein ve con buenos ojos esta alternativa, ya que “creo que los palestinos deben tener los mismos derechos que yo ya sea en un estado o dos”. Tras años de contacto con el otro bando, entiende “que muchos palestinos sienten que han perdido la dignidad y el honor, y jóvenes desesperados creen que cometiendo ataques devolverán el honor a su pueblo”.

El 80% de su economía depende de Israel y no tienen un mercado alternativo. Si no prosperan, el conflicto seguirá

Emanuel Shahaf ha invertido su propio capital y mucho tiempo para diseñar e impulsar el “Federation Movement” (Movimiento por la Federación), un nuevo concepto que considera más pragmático y realista. Tras su intento de entrar en política presentándose a las primarias del partido laborista en 2012, fundó su propia organización hace tres años cuando entendió que la solución de los dos estados estaba agotada. “La derecha israelí no desea devolver los territorios ocupados. Además, la logística de desalojar a unas 120.000 personas es imposible, ya que todavía ni se terminó de reubicar a las 4.000 familias evacuadas de Gaza hace 12 años. Solo el Mesías sería capaz de hacerlo”, bromea.

Cree que es también perjudicial para los palestinos la separación en dos estados porque “el 80% de su economía depende de Israel y no tienen un mercado alternativo. Si no prosperan, el conflicto seguirá, el ejército israelí retomará sus ciudades y continuará la violencia, no es una idea realista”. Agrega que también generaría tensiones en el seno de la comunidad árabe residente en Israel, que de repente tendrían un estado con el que identificarse cuando “hoy, en su mayoría, los árabes son leales al estado de Israel”.

El plan federal de Shahaf pasa por dividir el área entre el Jordán y el Mediterráneo en 30 cantones, con excepción de la Franja de Gaza. Cada cantón tendría una clara mayoría demográfica árabe o judía, y cada ciudadano elegiría libremente donde residir. El detallado mapa esbozado prevé la fundación de 20 cantones judíos y 10 árabes. “Pretende asegurar la mayoría judía aunque no haya una evidente ventaja demográfica. Es preciso convencer a los judíos de que es un plan seguro”, indica. Tras la creación de los cantones, “se celebrarían elecciones regionales, que ahora no existen. Cada cantón aportará miembros al parlamento, y como los palestinos tendrán más poder, el gobierno deberá ser compartido”.

Shahaf cree que con más inversión y difusión la idea ganará apoyos internos y externos, ya que es “un concepto transversal que satisface varias sensibilidades. La derecha mantiene el control de la tierra y no se retiran los asentamientos, y la izquierda logra la plena igualdad de derechos entre todos los habitantes”. Dice que cuenta con parlamentarios de derechas como Yehuda Glick que apoyan abiertamente su plan, pero en la izquierda nadie se aventura a sumarse al carro por temor a la respuesta del público, aunque afirma que en privado hay sectores del laborismo que aplauden su plan. Tras debatir la idea con palestinos, Shahaf constató que “cuando les prometes igualdad y ciudadanía, muchos están dispuestos a olvidar su propio estado”. Reconoce que el factor de dejar Gaza al margen es problemático, pero si se incluyera “estaríamos en una igualdad demográfica del 50% que no será aceptada por Israel”. Por ello, remarca que se trata solo de un nuevo inicio para poder avanzar, y “con suerte nuestros hijos lograran resolver el status de Gaza. Todo no puede solventarse a la primera”.