—Fue una sorpresa y no lo fue —me dice Olexsiy Sorokin, reportero del Kyiv Independent—. ¿Me explico?
Era el tercer martes de julio. Se suponía que la sesión sería como cualquier otra en la Rada ucraniana. Todo lo tranquila que cabe esperar del parlamento de un país en guerra, y todo lo previsible que conviene que sea antes de echar el cierre por las vacaciones de verano. Los diputados ocuparon sus sillones y acomodaron sus espaldas y se dijeron que ya era hora, tras meses en circulación, de dar salida al Borrador 12414. Un proyecto de ley presentado por Servidor del Pueblo, el partido del presidente Volodímir Zelenski, para regular las investigaciones sobre personas desaparecidas en zonas de combate. La primera lectura, en enero, se ganó la aprobación de la mayoría sin mucha publicidad. La segunda lectura, en julio, no sería más que una formalidad democrática.
—Claro que sabíamos que algo podía ocurrir —continúa Sorokin—. Lo inesperado fue el atrevimiento.
El portavoz de la Rada comenzó a leer las nuevas disposiciones del texto y todas tenían que ver con anular, neutralizar, someter a dos cuerpos libres del Estado: el Buró Nacional Anticorrupción de Ucrania (NABU) y la Fiscalía Especializada Anticorrupción (SAPO). Dos organizaciones muy respetadas por el pueblo que surgieron de la revolución democrática de 2014. Dos organizaciones que se ocupan de perseguir la corrupción a lo bestia desde la huida a Rusia del presidente Víktor Yanukóvich. Especialmente la corrupción a lo bestia de los peces gordos de la política y la empresa. Las enmiendas iban de meter a sus agentes demasiado independientes en cintura y a asignarles un jefe severo, el fiscal general Ruslan Kravchenko. Un hombre puesto a dedo por el presidente al que la noticia, para asombro de muchos ucranianos, le cazó a pie cambiado: Kravchenko se enteró de su nueva responsabilidad a través de un canal de Telegram.
—¿Quieres saber cómo lo viví? —me pregunta Ivanna Klympush-Tsintsadze, presidenta del comité parlamentario para la integración en la Unión Europea.
Tan pronto como supo lo que estaba ocurriendo, dice, trató de parar la votación, de frenar el procedimiento. La primera lectura de la ley era conocida desde enero. La versión de última hora cayó en manos de sus señorías a pocos minutos de votarla. “Reuní a ocho o nueve indignados”, continúa la diputada del partido Solidaridad Europea, “y esos ocho o nueve intentamos primero que no se votara, y después que la mayoría votara en contra”. El resultado es público. Ella votó que no, como otros doce compañeros. La ley salió adelante con 276 votos favorables. “Me sentí muy mal”, acaba. “Grabé con el móvil sus aplausos, sus vítores… el rugido de las nuevas caras de la política. Fue muy doloroso. No tuvo nada de espontáneo. Todo estaba orquestado de antemano, por desgracia, desde presidencia”.
Un manifestante porta una pancarta con el rostro de Zelenski y un mensaje: "El presidente permitió robar"
Los ucranianos no son como los rusos
Los agentes anticorrupción entendieron sin necesidad de segundas explicaciones que sus vidas estaban a punto de cambiar para siempre. Un fiscal de confianza de Zelenski pasaría a decidir, en adelante, los casos que merecen investigación y los que merecen carpetazo. Un movimiento más propio del bielorruso Aleksandr Lukashenko que de un presidente europeo.
El Centro de Libertades Civiles, premiado con el Nobel de la Paz en 2022, publicó un comunicado muy escueto para revertir el atropello. “El proyecto de ley representa una amenaza directa para el Estado de derecho y los derechos humanos en Ucrania”, afirmó. “Tras los cambios introducidos, investigar cualquier caso penal contra la alta dirigencia política en Ucrania se volverá prácticamente imposible. En esencia, estos organismos pierden su razón de ser y dejarán de diferenciarse en absoluto de otras agencias del orden. Esto destruye el sistema anticorrupción que se ha construido laboriosamente durante los últimos diez años”.
Los cronistas advirtieron de que todavía quedaba una esperanza. Zelenski recibiría el documento nada más saliese de la Rada y dispondría de tiempo de sobra —hasta treinta días— para meditar si dar el okay a la ley o ejercer su derecho a veto. Pero los ucranianos conocían la postura del presidente de antemano. Mucho mejor que el resto de los europeos.
—Zelenski calculó una reacción muy tímida, una protesta con diez activistas y veinte periodistas —me dice la exdiputada Hanna Hopko—. Malinterpretó a los ucranianos. Olvidó que nosotros no somos como los rusos.
Durante varias horas Zelenski guardó silencio. Para ser honestos, hay quien deseó que fuese más largo. Cuando se dirigió a la nación para interrumpirlo, sus explicaciones sólo empeoraron los ánimos. “No estamos desmantelando el sistema, lo estamos protegiendo de la subversión”, argumentó. “La infraestructura anticorrupción funcionará, pero antes debemos purgarla de la influencia rusa”. Zelenski, descubrió su pueblo, había firmado la ley 12414 con un argumento difícil de sostener. Los cuerpos policiales y los servicios secretos tienen más traidores de los que desearían los ucranianos, y sin embargo el presidente ha evitado desmantelarlos para protegerlos de la subversión. ¿Qué llevó a Zelenski, entonces, a tomar una medida impopular y autoritaria contra los agentes anticorrupción que tanto admiran sus votantes?
Ese mismo martes por la tarde, hasta el toque de queda de las doce, miles de ucranianos se arremolinaron en las calles de Kyiv, de Lviv, de Dnipró, a una escala desconocida desde la invasión total de 2022. El presidente ordenó a su gente que averiguara el origen de las manifestaciones, prohibidas —por cierto— en el régimen de ley marcial. Su equipo se preguntó si esto era cosa de los rusos. Si acaso nació del Kremlin la picardía de desestabilizar el país a raíz de una reforma polémica.
En el despacho del presidente sospecharon de Putin. La guerra les hizo perder el foco. A mediodía del martes un tal Dimitro Koziatinski compartió en Facebook la novedad que le torció el día. “Están atacando a los cuerpos anticorrupción”. Lo que propuso a sus seguidores es que se reunieran en la plaza del Teatro Iván Frankó, a medio paso de la Oficina Presidencial en la capital, sobre las ocho de la tarde. “Utiliza el cartón de alguna caja y haz pancartas que expresen lo que piensas”, añadió. “Debemos salir esta noche”. La convocatoria corrió por las redes, como en 2014, y como en 2014 las calles de todo el país se llenaron de pancartas de cartón barato, pintarrajeadas y manchadas con frases improvisadas como “los rusos matan, la 12414 remata”.
—Tienes que entender esto —me dice la diputada Klympush-Tsintsadze—. La gente no salió a la calle sólo para exigir la restauración de la independencia de los cuerpos anticorrupción. Esta ha sido la línea roja.
Mientras el equipo del presidente investigaba un complot de Moscú, los manifestantes de Kyiv saltaban al cántico de “ruso el que no bote”. De pronto Zelenski y el pueblo ya no eran lo mismo. Un veterano de guerra había organizado, casi sin proponérselo, la mayor protesta contra el Gobierno desde el inicio de la guerra, y Zelenski no podía atribuírsela al invasor, y buena parte de Europa y Norteamérica trataba de comprender qué diablos estaba pasando en un país que parecía adorar a su presidente.
—La gente llevaba mucho tiempo guardándose las críticas por responsabilidad, por la guerra —matiza Klympush-Tsintsadze—. Al final sacó lo que llevaba meses acumulando.
Zelenski, a la derecha, durante una conferencia sobre la reconstrucción de Ucrania en Roma.
La presión discreta de Bruselas
Un día antes de la votación en la Rada los agentes de los servicios de seguridad irrumpieron de malas maneras en los despachos del Buró Nacional Anticorrupción de Ucrania y de la Fiscalía Especializada Anticorrupción. Entraron con decenas de investigadores entre ceja y ceja, y se llevaron consigo a dos de ellos, acusados de trabajar para Rusia. Lo más curioso, me resalta el reportero Oleksiy Solonkin, fue la escala del despliegue. Algo aparatosa, a su juicio. El periodista desliza que el operativo tuvo más de intimidatorio que de policial. “La mayoría de los casos contra agentes anticorrupción”, argumenta, “son por viejas infracciones de tráfico”.
Lo cierto es que las agencias defienden la inocencia de los detenidos y denuncian que están sufriendo una caza de brujas por apuntar demasiado alto. No son los únicos que lo piensan.
Cuando la noticia de las redadas llegó a la redacción del Kyiv Independent, el diario ucraniano publicado en inglés más leído en el mundo, sus periodistas unieron los puntos. El allanamiento de la casa —sin orden judicial, el pasado 11 de julio— de Vitaliy Shabunin, cofundador y antiguo director ejecutivo del Centro de Acción contra la Corrupción, les resultó premonitorio. Pasó por lo mismo y casi al mismo tiempo el exministro Oleksandr Kubrakov, un hombre que, apunta la prensa nacional, dispone de grabaciones comprometedoras para algunos mandamases del Gobierno.
—Durante años lo único que querían los presidentes europeos era una foto con Zelenski —me señala la activista Hanna Hopko—. Nunca se reunieron con la sociedad civil, ni con los veteranos. Y ya lo dice la Biblia: no hagas de nadie un kumir [un ídolo].
Varias fuentes señalan que el círculo del kumir aprovechó la ley marcial y la imposibilidad de convocar elecciones durante la guerra para afianzar su poder. Algunos medios, como Ukrainska Pravda, apuestan a que las investigaciones por enriquecimiento ilícito sobre Oleksiy Chernyshov —ministro de Unidad y amigo personal del presidente— y por corrupción empresarial sobre Timur Mindich —cofundador de la productora Kvartal 95, para la que trabajó Zelenski en su etapa artística— aceleraron las represalias contra las agencias. El Financial Times señala a Andreiy Yermak y Oleg Tatárov como los arquitectos de un acorazado que mantiene a salvo al círculo de Zelenski a casi cualquier precio.
La guerra a pecho descubierto contra las agencias anticorrupción, sin embargo, no sólo colmó la paciencia del pueblo ucraniano. Tocó la fibra sensible de Bruselas.
Un funcionario europeo, a condición de anonimato, me explica que la aprobación de la ley fue una “decepción”. Que la noticia provocó “enfado” dentro de la Comisión. Que cayó como un rayo, además, en un momento “muy inoportuno”. Después de semanas de duras negociaciones para aprobar sanciones muy severas contra Rusia, y con conversaciones en marcha entre los miembros para avanzar en el proceso de adhesión de Ucrania en la Unión Europea, pese a la resistencia de miembros como la Hungría de Víktor Orbán.
La presión de los aliados sobre el Gobierno ucraniano fue inmediata, a todos los niveles. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, pidió “explicaciones” públicamente al presidente. La comisaria Marta Kós, responsable de Ampliación, catalogó la ley como “un serio paso atrás” en el proceso de integración de Ucrania en la Unión Europea. “Fueron mensajes claros, firmes”, incide Klympush-Tsintsadze. “Nuestros aliados destacaron que, para mantener el apoyo al ingreso y el respaldo financiero, es necesario que exista una infraestructura anticorrupción independiente”.
Esa presión, reconoció Zelenski el pasado jueves, es la que le llevará a presentar —la próxima semana— un proyecto de ley para desatar de nuevo las manos a las agencias. “Lo más importante en esta guerra es la unidad del Estado”, dijo. “Así que es fundamental no perderla, y escuchar a la gente, y dialogar con ella…”. Zelenski sabe que, con su guerra contra las agencias, regaló munición a escala industrial a quienes difunden que Ucrania es demasiado corrupta para entrar en la Unión Europea o para recibir este volumen de fondos y armas. Y sin fondos y sin armas de sus aliados, le recordaron los manifestantes, la guerra está perdida.
Todavía es pronto para calcular el daño autoinfligido a su reputación. Los europeos, eso sí, esperan que el espíritu de enmienda lo lleve a aceptar, al mismo tiempo, a Oleksandr Tsivinski como director de la oficina contra los delitos fiscales de Ucrania. Una elección ajena al Gobierno —y respaldada, por ejemplo, por el Fondo Monetario Internacional— que la Oficina Presidencial lleva semanas saboteando porque no les entusiasma su currículo. Tsivinski es uno de los detectives más exitosos del Buró Nacional Anticorrupción. Prefieren un perfil de confianza de Yermak.
Los ucranianos se preguntan, en cualquier caso, si con la voluntad del presidente bastará para revertir las cosas. Si acaso 276 diputados neutralizarán sin despeinarse la misma ley que celebraron como un gol en el descuento una semana antes. Pero ni siquiera termina aquí la historia. “El nuevo proyecto de ley debe pasar por dos votaciones”, me aclara un agente anticorrupción ucraniano a condición de anonimato. “Y entre la primera y la segunda votación pueden introducirse enmiendas… o incluso retrasos en los plazos entre una y otra”.
Víctimas de un ataque aéreo ruso, ayer, contra la ciudad ucraniana de Járkiv.
Zelenski no es Ucrania
—Algo se ha roto —me reconoce Oleksiy Sorokin—. Ahora una parte importante de la población más activa siente que el Gobierno ha dejado de trabajar para el pueblo, y no serán las únicas protestas que veremos.
El reportero adelanta, de alguna manera, el final de la moratoria. La muerte de ese acuerdo sin firma entre los gobernantes y los gobernados para disculpar ciertas polémicas a cambio de conservar la unidad de un país asediado. Durante más de mil días, lo prioritario fue expulsar a los invasores y dejar los problemas estructurales para después de la victoria. Para la activista Hannah Hopko, el contrato social que nació de las protestas tiene más ventajas que el anterior.
“Entendemos que algunos nos pidan que no critiquemos a nuestro presidente para que los rusos no lo usen en nuestra contra”, argumenta. “Pero no, lo siento, somos un país libre. No somos rusos. No podemos ganar retrocediendo en las reformas. Va en el interés general que derrotemos al enemigo sin convertirnos en él. Nuestras tropas merecen vivir en un país con libertad de expresión y unas instituciones sólidas”.
La reacción popular de la última semana valida, de una manera muy profunda, el compromiso de los ucranianos con la Unión Europea y con sus valores, y no lo contrario. “Zelenski”, pide Hopko, “debe deshacerse de los corruptos investigados”. Menciona a Chernyshov. Menciona a Tatárov. Hopko invita a los aliados a “endurecer” su trato con Zelenski. No lo consideréis un héroe, recomienda. “Los verdaderos héroes son los ucranianos”. Dejadle las cosas claras, continúa. Excluid de las discusiones importantes a quienes tienen las manos manchadas de culpa.
—Los europeos tienen que ser pragmáticos —concluye—. Si eso implica una conversación honesta con Zelenski, habrá que tenerla.
Los sociólogos quieren averiguar cuánto apoyo retendrá en julio de 2025.
Muchos analistas critican que la corte de Zelenski está aprovechando los poderes de la ley marcial, la excepcionalidad de la guerra, para debilitar la joven democracia de Ucrania. Las pruebas están en todas partes. Hasta este verano, la popularidad del presidente ha sido alta o muy alta. Más del 60% de la población confía en su presidente en un país bastante receloso de sus instituciones. Unas instituciones que heredaron niveles de corrupción colosales de la Unión Soviética. La mayoría de los ucranianos respeta a su presidente por no abandonarlos tras la invasión rusa —pudo volar a Polonia, a sugerencia de la Administración Biden— o por mantener el tipo en la Casa Blanca tras la encerrona de Donald Trump y JD Vance. Pero es probable que su popularidad se resienta en los sondeos de agosto.
“Sé que muchas personas, especialmente aquellas que veían en Zelenski el rostro de Ucrania, se sintieron decepcionadas”, me dice Oleksiy Sorokin. “Pero ahora pueden estar más tranquilas, ya cuentan con una imagen más precisa de la situación”.
¿Qué imagen?, le pregunto.
“Zelenski es muy bueno movilizando a los aliados, consiguiéndonos apoyos...”, resume. “Pero quienes luchan son los ciudadanos. Y si Zelenski deja de estar del lado del pueblo, bueno, entonces le resultará muy difícil mantenerse en el poder”.
