Me reuní en Vilna, capital de Lituania, con Svetlana Tijanóvskaya, el numen de la revolución que hace tambalearse, a 200 kilómetros de allí, en Bielorrusia, la última dictadura de Europa.

Llega unos minutos tarde. Es miércoles, 19 de agosto. Nos encontramos en las anodinas dependencias de una ONG local dedicada, como en los tiempos de la Guerra Fría, a las relaciones Este-Oeste; una dirección que se ha mantenido en secreto hasta el último momento.

La acompaña un asistente, un integrante de otra ONG -en este caso americana, Freedom House-, que parece haberla acogido bajo su ala desde su llegada, hace 10 días, al día siguiente de las elecciones cuya victoria reivindica, pero que Aleksandr Lukashenko, en el poder desde hace 26 años, ha amañado. También va con una discreta comitiva de seguridad, bastante recia, compuesta por lituanos.

Aparte de su aire de extrema juventud que corrige un traje pantalón color beige que le da un falso aspecto de Angela Merkel en sus inicios, lo primero que me choca es su extraña timidez, propia de las personas que siempre tienen tendencia a pedir perdón hasta por respirar, y que hace que le cueste mucho decidir en qué silla sentarse de las que hay dispuestas alrededor de los tablones de formica, colocados sobre un caballete, donde se han dejado cuadernos y platitos con galletas.

Corrige su aire de extrema juventud con un traje pantalón color beige que le da un falso aspecto de Ángela Merkel en sus inicios

“No estoy acostumbrada”, se justifica, con un inglés titubeante, mientras se cambia de sitio por cuarta vez. Puede que no quiera sentarse frente a la ventana. (¿Acaso no acaba de ser envenenado el principal opositor de Putin, Alexei Navalny? ¿Acaso los adversarios del Kremlin no tienen una terrible tendencia, en estos tiempos que corren, a caer como moscas?).

“He hablado por teléfono con muchos diplomáticos”, prosigue, “pero todavía no he hablado con la prensa. Tiene que entender que estoy aquí, en Vilna, en un exilio provisional, desde el 9 de agosto. Pero hasta ayer (por el 18 de agosto), por el coronavirus, estaba en cuarentena. Es usted el primer extranjero con el que me reúno”.

Como para asegurarse de no haber hablado más de la cuenta lanza una mirada rápida al trabajador humanitario lituano apostado en el otro extremo de la sala y que estará presente durante la hora y media que durará la entrevista.

Aunque el retraso ha sido insignificante, vuelve a pedir perdón por haberse retrasado; ha sido porque estaba grabando un vídeo donde exhorta a Europa a no reconocer el resultado de las elecciones, que aunque sea el oficial, dice que es fraudulento; un vídeo que quería publicar antes de que comenzase la cumbre de la Unión Europea en Bruselas.

“He visto el vídeo”, le digo, señalándole mi iPhone. “Es fantástico. Espero, de todo corazón, que el presidente de mi país sepa ser abogado de su causa”. Se sobresalta. “¿Abogado? ¿Quiere decir lawyer? ¿Habrá un juicio? ¿Un tribunal?”.

Un manifestante en Minsk con un cartel de Svetlana Tijanóvskaya. Efe

De nuevo, se vuelve al trabajador humanitario lituano que la tranquiliza y le explica, en ruso, que abogado también quiere decir defensor y que el escritor que ha venido a visitarla lo único que espera es que la Francia de los derechos humanos sepa erigirse como defensora del pueblo bielorruso, del que ella es su portavoz, y que, por primera vez en su historia, se levanta contra una sanguinaria y estulta dictadura.

Me cruza una idea por la cabeza: que, entre las pocas cosas que sabemos de ella en Occidente, uno de los pocos datos que eran conocidos es que antes de lanzarse a esta loca aventura política, era traductora de inglés. Pero no me da tiempo ni a hacerle la pregunta.

***

Svetlana Tijanóvskaya [ST]: Francia es el primer país que me apoyó. El 14 de julio, en plena campaña, recibí una carta de su embajador. Después, una invitación. Era importante. ¡Estábamos tan solos en ese momento!.

Prefiero entrar de lleno en el meollo del asunto: cómo este personaje musiliano, esta mujer sin ambición ni carisma aparente ha conseguido ser el rostro de la revolución contra el presidente Lukashenko, cuya brutalidad asesina, además de sus lazos con el “hermano mayor” ruso le han ayudado a conservar el poder durante décadas.

ST: El expresidente —me corta, cambiando bruscamente el tono, con la voz seca y una expresión de triunfo magnífico en la mirada—. Las elecciones han sido amañadas. Ninguna personalidad seria en ningún rincón del mundo ha reconocido su legitimidad. Por tanto, debe decir expresidente.

Bernard Henri-Lévy [BHL]: De acuerdo, expresidente. Pero explíqueme entonces una cosa. 80% para él… 9,9% para usted… La diferencia es enorme. ¿Cómo se ha atrevido Lukashenko a cometer un pucherazo de semejante magnitud? -La joven intimidada del principio ahora casi monta en cólera-.

ST: ¡Se atreve a todo! ¡Absolutamente a todo! En un país en el que no hay apoderados ni observadores internacionales en los colegios electorales, ¿cómo no se va a atrever? ¡Amaña las elecciones a su antojo!

En un país en el que no hay apoderados ni observadores internacionales, ¿cómo no se va a atrever? ¡Amaña las elecciones a su antojo!

BHL: ¿Hay pruebas de lo que me está diciendo?

ST: Por supuesto. Tenemos una muestra de análisis de cientos de colegios electorales donde se ha podido verificar que los resultados eran justamente al contrario: 80% para mí, 10% para él. Sin hablar del hecho de que el 45% de los votantes han votado por correo, con mucha antelación y, por azar, a favor de él, ¡es de risa!

Su voz ha cambiado, pero también su actitud. La principiante de hace un cuarto de hora, tan cohibida, ha dejado paso a una luchadora que entra de lleno en el laberinto de cifras y está dispuesta a devolver cada golpe.

SP: Es bien sencillo. Putin tuvo un 78% de síes hace un mes en el referéndum para su reforma constitucional, que le da plenos poderes hasta el día en que a las ranas les crezca pelo. Me juego la mano a que Lukashenko, como buen machote vanidoso que es, se dijo: “Tengo que sacar mejores resultados que Putin. Vamos a por el 80%”.

Es ella la que saca el nombre de Putin. No me atrevo a decirle que, esa mañana, mientras nos paseábamos haciendo tiempo para la entrevista por el antiguo gueto donde se encuentra la estatua de Gaón de Vilna y la calle Basanavicius, la casa natal de Román Gary, un joven investigador en Ciencias Sociales me ha dicho que su posición frente al Kremlin no estaba clara y que los servicios lituanos no excluían ninguna hipótesis: sus homólogos bielorrusos no estuvieron nada molestos al verla presentarse en aquella famosa noche del 9 de agosto en el puesto fronterizo de Kotlovka, al volante de su coche y provista de un visado en regla, como una Pasionaria molesta y que, si lo pensamos, nunca ha dicho nada tajante contra Putin. Sin embargo, le pregunto por el futuro de sus relaciones con Moscú si las manifestaciones y las huelgas que apoya, aunque a distancia, llegan a derrocar al expresidente Lukashenko.

Lukashenko, como buen machote vanidoso que es, se dijo: “Tengo que sacar mejores resultados que Putin"

ST: Lo que está claro —me responde con esa nueva voz, sin agudos, bien colocada, de persona responsable que reflexiona sobre sus palabras— es que los rusos son nuestros vecinos.  Comerciamos con ellos. Incluso más que con Europa. ¿Por qué? Seguro que hay razones que lo expliquen. Las desconozco. No soy ni economista ni política. Pero seguro que las hay. Nadie puede ir en contra de esa tendencia; nadie, ni siquiera yo podría dar un giro de 180 grados. Bielorrusia no es Ucrania.

Le cuento las desventuras que viví la víspera. Antes de llegar a Vilna, quería pasar por Minsk, capital de esta Bielorrusia sublevada. Así, me presenté en el aeropuerto Charles de Gaulle en el mostrador de Belavia, la aerolínea nacional. Y entonces ¡zas! ¡Salta una alerta en los ordenadores! Les aparezco como persona non grata sobre la que pesa una prohibición de embarcar. ¿Y por qué? Porque Rusia, hace seis años, en la época del Maidán ucraniano, me incluyó en la lista negra y Bielorrusia, en su vertiente burocrática —SFS (Servicio Federal de Seguridad), KGB, sus sucias tretas—, es igual que Rusia… ¿Acaso no se ve ahí claramente una prueba adicional de ese doble juego de Lukashenko, que un día interpreta el papel de matamoros frente a Putin y, al día siguiente, le pide que lo socorra como los “hombres de hierro” polacos o checos hacían antaño con Brézhnev?

BHL: Me gustaría entender una cosa.

ST: Dígame usted.

BHL: Dice que no es ni economista ni política.

ST: Es cierto. Soy una mujer muy sencilla. Una ama de casa. Una 'house wife'.

BHL: Y sin embargo quiere derrocar a un tirano y, de una manera o de otra, tomar el poder.

Tijanóvskaya duda, hace una mueca y vuelve a tomar la palabra, con tono de profesora, como se le habla alguien que no quiere entender.

ST: En primer lugar, tengo que decir que no estoy sola. Somos tres. Maria, Veronika y yo. Lukashenko, con lo macho que es, no nos vio venir y nos ha tratado de chiquillas sin aptitudes para la política, pero somos quienes hemos promovido las primeras manifestaciones masivas de la historia bielorrusa.

Militares bielorrusos durante las manifestaciones de la pasada semana en Minsk. Reuters

El tono vuelve a cambiar. La "ama de casa”, superada por un papel que decía que le venía grande, ahora habla como una feminista que ve en la causa de las mujeres el carburante de la revolución.

ST: Además, lo que yo quiero no es forzosamente gobernar. No cabe duda de que asumiría mi papel de líder nacional, pero con tres prioridades. Liberar a los presos políticos: llevar ante los tribunales a los criminales de la policía antidisturbios y después organizar unas elecciones de verdad, realmente libres, como no las hemos tenido nunca en este país…

Planteo mi pregunta de otra manera.

BHL: Pongamos que al final no gobierna. ¿Cómo una joven, como usted me acaba de decir, que nunca se ha metido en política, decide darle semejante vuelco a su vida? Separarse de sus hijos de cuatro y diez años para ponerlos a salvo en el extranjero, convertirse, lo quiera usted o no, en la versión bielorrusa de Václav Havel o de Lech Walesa…

ST: Por amor.

BHL: ¿Disculpe?

ST: Sí. Mi marido, Serguéi Tijanóvski, era el verdadero candidato. Es un bloguero influyente. Filmaba a la gente en la calle preguntándoles lo que no funcionaba en su ciudad, en su vida; subía sus entrevistas a un canal de YouTube. Las autoridades temieron su éxito. Vieron que sus directos a menudo acababan con manifestaciones no autorizadas. Entonces lo metieron en prisión, una vez, dos veces. Después, cuando anunció su intención de concurrir a las elecciones presidenciales, lo encarcelaron por tercera vez, está ya la definitiva, de manera indefinida. Así fue. Por eso ocupé su lugar, por amor, decidí tomar el relevo. Esta es la historia.

Mi marido, Serguéi Tijanóvski, era el verdadero candidato

De repente, su expresión se torna pensativa. Por un momento, vuelve la cabeza y mira por la ventana, los árboles y las calles como si fueran cosas desconocidas. Prosigue.

ST: El milagro es que haya funcionado. En nuestro país, para presentarse a las elecciones, hay que presentar 100.000 firmas. Firmas de verdad… (Toma el cuaderno que tiene delante y hace el gesto de firmar). Pues bien, para sorpresa de todo el mundo, en todas las ciudades se formaron colas. La gente llegaba a primera hora

de la mañana. Pasaban horas bajo la lluvia esperando ante una carpa, en un mercado, a las puertas de un cine. A veces, aparecía la Policía, con mirada aviesa, intentaban dispersar a la multitud diciendo que aquello no era una recogida de firmas, sino una manifestación. Pero la gente gritaba “¡Libertad!” o “¡Amamos Bielorrusia!”. O el nombre de mi marido. Y aguantaban. El 19 de junio tenía las firmas necesarias. Había nacido un movimiento popular. De la nada. Es increíble.

Su vivacidad de hace un segundo vuelve a desaparecer. Su manera de contar la historia de este éxito fulminante es como si fuera la de otra persona, de ella en otra vida o un regalo caído del cielo que bajaba a decirle: “Sí, eres tú, ese Próspero, ese Sycorax, esa reina de los vientos y las tempestades que, como la Kyne de las mitologías nórdicas, desata los elementos". Sin embargo, la pregunta me quema en los labios.

BHL: ¿No tenía miedo de que se la llevasen presa como a su marido?

ST: Sí, todo el tiempo, me levantaba cada mañana y me acostaba cada noche con el miedo en las entrañas.

BHL: ¿Y entonces?

ST: Entonces pensaba en él. En mi marido. Me daba fuerzas, inspiración, lo que necesitaba.

Me levantaba cada mañana y me acostaba cada noche con el miedo en las entrañas

BHL: ¿Habla con él? ¿Ha conseguido comunicarse con él?

ST: No, está en aislamiento en una celda de seis metros cuadrados, demasiado pequeña para lo grandullón que es. Pero no me ha hecho falta que hablemos para sentirme unida a él.

BHL: ¿Y hoy?

ST: Parecido. Ayer fue su cumpleaños. Sus defensores se congregaron bajo los barrotes de su celda para que sintiera que pensábamos en él. Pero la Policía lo tenía previsto. Lo habían trasladado la víspera.

Me gustaría que me hablara un poco más de ese juego de papeles de este matrimonio que está desembocando en un caso único en los anales de la historia de la revolución por poderes (Emmanuel Levinas, otro Grande de Vilna, habría dicho “por sustitución”). El trabajador humanitario lituano empieza a dar señales de impaciencia. Dentro de unos minutos, Tijanóvskaya tiene una entrevista telefónica con un ministro de la Unión Europea. Así que me toca darme prisa.

Manifestantes sostienen pancartas de 'busca y captura' contra Lukashenko en Bielorrusia.

BHL: ¿Ha habido algún momento en el que haya pasado más miedo que en otros? ¿Ha recibido amenazas?

ST: Una vez, sí. Me llamo un hombre por teléfono. Me dijo que si llegaba hasta el final, arruinaría mi vida y la de mis hijos. Su voz no resultaba muy amenazante. Era dulce. Eso es lo que me dio más miedo.

BHL: Ese día, ¿pensó en dejarlo?

ST: Sin duda. No soy muy valiente, ya lo sabe. Pero pensé en Serguéi y aguanté.

Le pregunto también si no temía, al abandonar el país, que la acusaran de deserción.

ST: Sin duda, pero el pueblo es bueno, han comprendido la enorme valentía de la que tuve que hacer acopio para huir de esta manera.

Le pregunto sobre lo que espera de Occidente y, en particular, de Europa.

ST: Apoyo, por supuesto; que nos ayuden a convencer a Lukashenko de que sus días se han acabado y de que es hora de que se marche.

El pueblo es bueno, han comprendido la enorme valentía de la que tuve que hacer acopio para huir de esta manera

Después le pregunto cómo se puede obligar a marcharse a un dictador que se aferra a su poder; si se imagina que tendrá, tras la manifestación multitudinaria como la que preparó, a distancia, para el 22 de agosto, un destino como el de Ceausescu. Pero a esta última pregunta, me da una respuesta divertida y, debo decir, que me desarma.

ST: Vamos a jugar un juego, ¿quiere? Yo soy el pueblo bielorruso y usted es Lukashenko.

BHL: Venga pues.

ST: ¿Quiere usted, querido Aleksandr, que su país sea próspero y feliz?

BHL: Sí.

ST: ¿Comprende usted que nosotros, el pueblo, estamos hartos de usted?

BHL: Pongamos que sí.

ST: Ahora mire por esta ventana. ¿Qué ve?

Me dan ganas de decirle que veo unos cuantos bloques de edificios de arquitectura soviética que, después de la Segunda Guerra Mundial, desfiguraron una de las ciudades más hermosas de Europa. Pero ella insiste, terca, fingiendo que me regaña.

ST: No se olvide de las reglas del juego, usted es Lukashenko. Entonces, si usted es Lukashenko, lo que verá es un pueblo a quien lleva diciendo sin cesar durante 26 años: “Sois don nadies”. Pero, de repente, ese pueblo se ha levantado y ya no tiene miedo.

***

Seguimos un momento con el juego con este mismo tono. Me repite, una vez más, que no es más que una modesta “ama de casa” que no entiende nada de política, pero que, en cambio, sabe reconocer a un pueblo unido que ya no quiere hincar rodilla y que ha madurado y está listo para el cambio.

Cuando llega el momento de despedirnos, Svetlana Tijanóvskaya me recuerda a esa famosa cocinera de la que Lenin decía que bastaba con sacarla de los fogones para hacer que dirigiera un Estado.

Es la heredera de Matriona, aquella otra mujer humilde, celebrada por Solzhenitsyn y cuyo ojo, decía el escritor, era mucho más certero que el de los profesionales de la política.

Si no fuera una intelectual, con su entusiasmo algo alicaído, heredero de un pueblo de censurados, se parecería también a esas espigadoras, a las campesinas, de las que un gran pintor europeo dijo que están talladas con la misma madera de la que se talla a las Juanas de Arco.

Apoyémosla, sí. Extendamos a su alrededor, una de esas cadenas de solidaridad que salvaron antaño a tantos disidentes del sovietismo. Entonces, quizá, no hablará solamente de “cambio”, sino de “Democracia”, una palabra que no estoy seguro que haya pronunciado durante nuestra entrevista. Y entonces, el pueblo bielorruso, con ella o gracias a ella, se despojará de un pasado asesino de sumisión y que, visto desde Vilna, la ciudad-coraje, en primera línea frente a Putin, es otro veneno que pretende expandirse.

Aquí también está en juego la suerte de Europa.

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