Lara Lussón Tomás Parra

Amal Muyam es siria, como la mayoría de los 270 refugiados que viven en el campo de Veria, en los alrededores de la norteña Tesalónica. Aquí llegó en mayo, después de que un autobús la recogiera del desalojado campo de Idomeni. A sus 17 años, se ha convertido en el nexo imprescindible entre los griegos que trabajan como voluntarios gestionando este campo y la comunidad siria.

Desde que llegó, Muyam aprende alemán por Duolingo -una aplicación para móvil- para poder ejercer de traductora en las reuniones que cada tarde Vicky, que fue profesora durante muchos años en Alemania, tiene con todas las mujeres. Es la manera más fácil que han encontrado para poder comunicarse y organizarse.

El campo de Veria está situado en las afueras de un pequeño pueblo del mismo nombre cuyos habitantes se merecen el mayor de los reconocimientos. Cuando se produjo el cierre de la frontera con Macedonia y por consiguiente el desmantelamiento de Idomeni, la mala prensa hacia los refugiados llevó a algunos vecinos a lanzar cabezas de cerdo al interior de este campo en señal de repulsa por su presencia. Por fortuna llegó Efi, una griega de sesenta y pico dispuesta a dejar su vida de lado para facilitar en la medida de lo posible la de otros. ¿Por qué? “Es simple, esta gente nos necesita”.

Poco a poco el pueblo entero se contagió de este mismo sentimiento y ahora, aunque el acceso está controlado por militares del Ejército, es el único campo de los diez en el norte de Grecia gestionado exclusivamente por voluntarios locales, tal como explica la propia Efi, que además presume de ello. Aquí no hay grandes organizaciones, ni pequeñas, sólo reciben ayudas privadas y el apoyo de absolutamente todos los vecinos de Veria. “Somos un pueblo comprometido. Aunque aquí estemos cinco o seis, si se necesita llevar a alguien al dentista, el dentista del pueblo se lo hace gratis, y así con todo”, afirma Efi.

El Ejército, al igual que en resto de los campos de toda Grecia, proporciona a los refugiados tres comidas al día, pero aquí se completa ese menú de ‘sota, caballo y rey’ con repartos diarios de otros productos. El control lo lleva Efi, que anota cada día en una montaña de papeles caóticamente ordenados cuánta leche, azúcar, sobres de té, pastillas de jabón o esponjas se dan a cada refugiado. Si llega una donación de zapatillas del 42, ella tiene perfectamente controlado quién calza ese número y hace cuánto tiempo que no cambia de zapatos. Lo mismo si llega un envío de camisetas de mujer.  

Las condiciones de este campo son un privilegio en comparación con otros que rodean Tesalónica como Lagadikia, Oreokastro, Sindos o Filippiada, donde trabajadores de varias organizaciones alertan, entre otros aspectos, de los peligros de ser mujer en un campo de refugiados por las altas posibilidades de sufrir una violación.

Aquí se duerme en habitaciones con camas repartidas por cuatro edificios. En los otros, en tiendas de campaña hacinadas dentro de una nave industrial. Aquí, cada día, pueden acercarse al lago que baña este paraje lleno de árboles. En los otros, los refugiados deambulan buscando una sombra que los resguarde. Aquí hay una ambulancia que tan sólo comparten con otro campo cercano, explica Xristina, otra voluntaria que acude cada tarde a Veria. En los otros, perdidos en lugares a los que es prácticamente imposible acceder sin coche propio y sin conocer la zona, cuando se produce una emergencia la ambulancia tarda entre una y dos horas en llegar, una de las principales denuncias de los propios refugiados.

En Lagadikia, un campo gestionado por Acnur, Mohand Alaswad explicaba el suplicio de cada noche: “Todas las noches ocurre algo, niños que se lesionan, mujeres que enferman por el frío o embarazadas que van a dar a luz para las que las ambulancias tardan demasiado en llegar”.

En Veria, al estar autogestionados, las necesidades se diagnostican antes y les resulta más fácil organizarse. En los otros, con presencia de decenas de organizaciones internacionales y no gubernamentales, se actúa de forma mucho más intuitiva, algo que reconocen responsables de cada uno de esos centros. Y aquí viven 270 refugiados, mientras que en los otros, hasta 1.500, tal como refleja la ONG Canal Refugiados en su página web.

UN 'OASIS' EN EL NORTE DE GRECIA

Fue la fortuna quien llevó a estas centenas de refugiados a Veria. Cuando comenzó el desalojo, el 24 de mayo, centenares de autobuses llegaron a Idomeni para repartir a las más de 10.000 personas que se encontraban allí en campos cercanos a Tesalónica, pero no había un destino establecido. Unos aterrizaron en Veria y otros en secarrales desoladores. “Aquí al menos la gente vive en paz”, explica Hussam Dwidi, un iraquí de 42 años que sólo esperaba encontrar un trabajo en Europa “para poder volver algún día a por sus hijos” cuando las fronteras de Macedonia se cerraron ante sus ojos.

Afganos, iraquíes, paquistaníes… son los olvidados de esta crisis humanitaria en la que todos huyen, igual que los sirios, de los conflictos en sus países. Una vez en Grecia conviven en los mismos campos y han trasladado su conflicto a estos centros. Aún falta pedagogía para hacerles entender que por mucho que sus naciones lleven décadas enfrentadas ellos huyen exactamente de lo mismo.

Pese a todo, este lugar no es el sueño de comunas hippies, sino un monte en el que se encuentran retenidas 270 personas que esperan conocer lo antes posible la decisión de las autoridades, que se decantarán en los mejores casos por concederles el asilo en algún país europeo -tras un proceso que puede demorarse hasta dos años- o devolverlos a Turquía, ese país seguro que los propios refugiados definen como “el infierno”.

En marzo, la Unión Europea decidió considerar a Turquía un país seguro y firmó con Erdogan un acuerdo por el que el presidente turco se comprometía a bloquear el acceso a Europa de todos aquellos que huyen de la guerra a cambio de 6.000 millones de euros y de que la UE estudiase, con cariño, la adhesión del país euroasiático.

Todos los refugiados de Veria pasaron por allí. Todos, para cruzar hasta Lesbos, han sido víctimas de las mafias turcas que se quedan hasta con el último céntimo de estos ingenieros, médicos, abogados, maestros, jóvenes que solo piden un país que los acoja para continuar sus estudios o niños que por fortuna siempre serán niños y cuyas miradas a pesar de todo irradian alegría.

Aboudi Abdullah, a sus 21 años, perdió a su hermano en Siria y la policía mató al amigo con el que viajaba en la frontera con Turquía. “Europa dice que no tiene fronteras pero nos cierra la de Grecia, estamos cansados de que nos mientan”, lamenta. Aficionado a la fotografía, cuenta que perdió su cámara durante la travesía en el mar.

- Lo siento mucho.

- No importa, nosotros perdimos todo.

*Muyam y Abdullah son apellidos ficticios, en respeto a las personas que no quieren aparecer públicamente en los medios de comunicación por temor a que en Siria se tomen represalias contra sus familias.

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