El miércoles por la noche, hora española, comenzaron a viralizarse dos vídeos grabados en un campus estadounidense. Concretamente el de Utah Valley University, ubicado a pocos kilómetros de Salt Lake City. En ambos se podía ver al joven activista conservador Charlie Kirk hablando ante miles de personas con un micrófono en la mano segundos antes de ser asesinado por un tirador apostado en el tejado de un edificio cercano.
La muerte de Kirk fue confirmada una hora después del incidente por el propio Donald Trump, quien guardaba una muy buena relación con el activista, y por su representante. Kirk, fundador de la poderosa organización juvenil conservadora Turning Point USA y una de las figuras más importantes del ecosistema trumpista, deja atrás una mujer, un hijo y una hija. Tenía 31 años.
En cuanto al tirador, todavía no se sabe su identidad ni, por tanto, sus motivos. Esto no ha impedido, sin embargo, que buena parte de la derecha estadounidense, con el propio Trump al frente, haya culpado a la izquierda de lo ocurrido.
“Durante años la izquierda radical ha comparado a estadounidenses maravillosos como Charlie con nazis y los peores asesinos en masa y criminales del mundo”, declaró Trump en un mensaje emitido por vídeo al poco de confirmar la muerte de Kirk. “Este tipo de retórica es directamente responsable del terrorismo que presenciamos hoy en nuestro país y debe cesar de inmediato”, añadió.
“Mi administración encontrará a todos y cada uno de los que contribuyeron a esta atrocidad y a otros actos de violencia política, incluyendo a las organizaciones que la financian y apoyan”.
“La última vez que la izquierda radical orquestó una ola de violencia y terror, J. Edgar Hoover [director del FBI entre 1935 y 1972] la silenció por completo en cuestión de años”, escribió por su parte el influyente activista conservador Christopher Rufo. “Es hora, dentro del marco de la ley, de infiltrar, desmantelar, arrestar y encarcelar a todos los responsables de este caos”.
Es cierto que Estados Unidos lleva tiempo inmerso en una espiral de violencia política que no augura nada bueno. Pero dicha espiral ha dejado víctimas de todas las ideologías. No solo conservadoras o alineadas con la derecha.
Una tendencia preocupante
Solo el año pasado la Policía del Capitolio –una fuerza encargada de velar por la seguridad de los miembros del Congreso– detectó unas 9.500 amenazas o “declaraciones preocupantes” contra sus protegidos, sus familias o personal adjunto. Por comparar: el año anterior –2023– se detectaron 8.000 amenazas. Y en 2017 esa cifra no llegó a las 4.000 amenazas.
Precisamente, fue en 2017 cuando se produjo un tiroteo contra varios miembros del Partido Republicano en Virginia hiriendo de gravedad al congresista Steve Scalise. El tirador, un activista de izquierdas de 66 años, resultó muerto durante el incidente.
Aquel era el primer intento de asesinar a un miembro del Congreso de Estados Unidos desde 2011, cuando una congresista del Partido Demócrata llamada Gabrielle Giffords resultó herida de gravedad al recibir un disparo en la cabeza mientras participaba en un acto en Arizona. El perpetrador, que aquella mañana mató a seis personas e hirió a otras trece, no parecía tener una ideología política definida; era un gran consumidor, eso sí, de teorías de la conspiración y desconfiaba profundamente del Gobierno.
Sin embargo, desde el tiroteo del 2017 en Virginia los episodios de violencia dirigidos expresamente contra representantes políticos del Estado se han multiplicado.
En octubre del 2020, por ejemplo, el FBI detuvo a trece personas vinculadas a una milicia llamada Wolverine Watchmen mientras planeaban el secuestro de Gretchen Whitmer, la gobernadora de Michigan y una de las personalidades más destacadas del Partido Demócrata.
Meses después de aquello, en enero del 2021, cientos de simpatizantes trumpistas asaltaron el Capitolio con intención de detener el nombramiento de Joe Biden como presidente de Estados Unidos alegando que se estaba cometiendo “fraude electoral”.
Entre quienes asaltaron el edificio había miembros de grupos ultraderechistas como los Proud Boys e integrantes de milicias antigubernamentales como Oath Keepers. Se calcula que, entre quienes murieron ese día y quienes se suicidaron durante los meses siguientes a causa de lo ocurrido ese día, el asalto al Capitolio dejó nueve muertos.
Año y medio después de aquellos hechos, en octubre del 2022, una persona entró en la residencia de Nancy Pelosi, que entonces era presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, y atacó con un martillo a su marido: Paul Pelosi. Según pudo saber la policía cuando detuvo al agresor, un derechista llamado David DePape, éste tenía como objetivo secuestrar a Nancy Pelosi para “interrogarla”.
Y el pasado verano la víctima fue el propio Trump cuando, primero en julio y luego en septiembre, sufrió dos intentos de asesinato.
El primero fue el más grave ya que el tirador que pretendía matarle –un joven llamado Thomas Matthew Crooks sin filiación política conocida– logró apretar el gatillo y rozar la oreja del entonces candidato presidencial, que aquel día se encontraba en Pensilvania dando un mitin. Antes de ser abatido, Crooks mató a un miembro del público llamado Corey Comperatore e hirió a otros dos asistentes de gravedad.
El segundo intento no llegó a consumarse porque los agentes del Servicio Secreto lograron avistar a Ryan Wesley Routh oculto entre la maleza de un campo de golf de Florida antes de que tuviese a Trump a tiro. En el momento del intento de asesinato Routh, votante del Partido Demócrata hasta el 2012, llevaba tiempo alarmando a sus conocidos debido a un comportamiento tan visceral como errático. Hasta el punto de que al menos una de esas personas habría informado al FBI de su existencia.
Desde entonces, o sea en el último año, la primera economía del mundo ha asistido al ataque contra el edificio del Comité Nacional Demócrata en Arizona; ha sido testigo del ataque contra la sede del Partido Republicano en Nuevo México; ha visto cómo la casa del gobernador de Pensilvania –Josh Shapiro; otra de las figuras más importantes del Partido Demócrata– ardía a causa de un ataque con bombas incendiarias; ha presenciado el asesinato de dos empleados de la embajada de Israel en Washington; ha contemplado cómo en Colorado se atacaba con bombas incendiarias una marcha en apoyo a los rehenes israelíes que siguen en manos de Hamás; y se ha horrorizado ante el tiroteo de dos legisladores del Partido Demócrata –Melissa Hortman y John Hoffman– y sus cónyuges en Minnesota.
También hay quien incluye en esa lista el asesinato de Brian Thompson, el consejero delegado de la aseguradora médica UnitedHealthcare, cometido por un joven llamado Luigi Mangione en Manhattan el pasado mes de diciembre. Según aseguró posteriormente Mangione, su decisión de matar a Thompson respondía a que “esos parásitos [una alusión al sector de las aseguradoras médicas] se lo han ganado”.
Aunque las muestras de condena tras la muerte de Thompson se sucedieron entre las élites políticas del país, mucha gente en Estados Unidos y en otros lugares simpatizó –y simpatiza– con lo que hizo Mangione.
Más allá de todo lo anterior, también se encuentran en la diana los jueces y los fiscales. Si tomamos el año 2021 como referencia se puede afirmar que las amenazas contra los magistrados federales se han duplicado hasta alcanzar las 457 en 2023, según los datos que maneja el Servicio de Alguaciles.
No es de extrañar, por tanto, que el 73% de los estadounidenses considere la violencia política como uno de los problemas más graves del país, según una encuesta reciente llevada a cabo por Marist.
“No se limita a un solo bando”
“La violencia política es contagiosa, se está extendiendo, y no se limita a un solo bando o sistema de creencias”, comentaba Ezra Klein, uno de los columnistas más importantes del New York Times, este jueves. “La base de una sociedad libre es la capacidad de participar en ella sin temor a la violencia; la violencia política siempre es un ataque contra todos nosotros y hay que ser muy ciego para no verlo”, añadía el comentarista antes de sentenciar: “Debería aterrorizarnos a todos”.
“No debería tener que decir lo malo que es esto para nuestra nación”, explicaba por su parte el popular economista Noah Smith. Alguien bastante famoso al otro lado del charco por relacionar la economía con la política y por debatir largo y tendido sobre la deriva estadounidense.
“Sigo pensando que la probabilidad de una verdadera guerra civil estadounidense es relativamente baja… pero si ocurre no serán batallas a tiros en un campo vacío como la última vez”, escribía en su newsletter Smith haciéndose eco de los observadores que vaticinan un conflicto civil en Estados Unidos en fecha más reciente de lo deseable.
“Será más como la Guerra Civil Española: con vecinos luchando contra vecinos, atrocidades desenfrenadas en ambos bandos y una nación empobrecida durante muchos años”.
Smith continuaba su reflexión de la siguiente manera: “Incluso suponiendo que logremos evitar ese peor escenario, es posible que Estados Unidos sufra un período prolongado de violencia política elevada similar a los Anni di piombo en Italia o los Troubles en Irlanda del Norte”.
Y terminaba diciendo: “Con los estadounidenses de a pie demasiado exhaustos para recuperar su país, la arena política podría estar dominada durante los próximos diez o veinte años por personas que no hacen más que difundir memes de odio, incitadas por los enemigos de Estados Unidos y por los peores villanos de nuestra sociedad”.
Un país con más armas que personas
Como suele ocurrir en estos casos, el asesinato de Charlie Kirk también ha situado parte del foco sobre el debate en torno a las armas de fuego y la famosísima Segunda Enmienda que permite portarlas.
Hay que recordar que según el observatorio Small Arms Survey, afincado en Ginebra, en Estados Unidos hay aproximadamente 395 millones de armas de fuego en manos de civiles. Una cifra que, si se reparte equitativamente, toca a 120 armas de fuego por cada cien habitantes.
Lo cual quiere decir que Estados Unidos es el único país del mundo –de los que tienen registro– en el que el número de armas de fuego supera el número de habitantes. Además, la tendencia es creciente ya que, en base a los últimos datos, parece que la posesión de armas de fuego ha crecido desde la pandemia. También entre las mujeres.
Según algunos expertos, la explicación de esta subida se encuentra en el miedo que puebla las mentes de la sociedad estadounidense. Un miedo que, como ocurre con la violencia política, no deja de aumentar.
